Elogio del oficio del mondongo versión familia Brosed de Robres

La matacía se convierte en una oportunidad de imbuirse en la atmósfera familiar de los presentes y de la sabiduría de los antepasados

02 de Febrero de 2024
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Mondonguear en Robres: la familia Brosed

Un idioma cuyos vigilantes admiten webinario y desoyen la necesidad de recoger "mondonguear" exige a los rectores académicos que la flexibilidad la concentren en palabras que nos son más propias que otras que proceden de desiertos remotos. Exactamente igual que se aduce que quien no tiene un pueblo no es capaz de abrazar la felicidad plena, quien no ha amasado mondongo, introducido la carne de chorizo en la capoladora o puesto al final del conducto las tripas naturales que embuten esa futura delicia, nunca sabrá apreciar en su justa medida la diferencia entre ese olor inconfundible que nos encamina perpetuamente hacia nuestras abuelas y tías y ese otro que emerge de procesos industriales.

En torno a la matacía -o matanza, a escoger- y el mondongo, se destila en los hogares el mejor aroma del afecto. Las pituitarias, inmediatamente, nos indican que efectivamente ahí rezuma un buen espíritu familiar. Aquel que, a través del apego a la tradición, remiembra consciente e inconscientemente el valor que nuestros antepasados atesoraron para entregarnos la sabiduría de la elaboración de los mejores alimentos para que nuestra supervivencia combinara lo saludable y lo placentero.

Aquí es donde encontramos otra diferencia entre los urbanitas (los de cuna o los adaptados, los vocacionales y los obligados como es mi caso) y los afortunados que vivien en los pueblos. De no ser por sus servidumbres y sacrificios, por sus servicios menos completos y por la ausencia de la Guardia Civil, simplemente por estos pequeños detalles habrían de pagar un impuesto especial: el de la felicidad. Pero dejémoslo en secreto para que nadie tenga una insalubre idea. Por lo demás, es cierto. Apreciar una jornada en torno a la otrora obligada faena del aprovechamiento del cerdo de la cabeza hasta el rabo (hasta los andares, que dice el aforismo) adquiere mucho más valor cuando en torno a la causa se concentran también las generaciones más jóvenes, esas sí -y definitivamente- afortunadas sin límites.

Buscando el efecto contagio, traemos hasta aquí una recomendable jornada de "mondongueo" en Robres, donde impera obviamente el matriarcado hasta el punto de que aquí sí que la veteranía es un grado y son las menos jóvenes las que dirigen las operaciones. También es cierto que en este caso el liderazgo coincide con las que más se pringan las manos. Pero es que a las madres el barro y esos aromas que les retrotraen a la infancia les tiran una barbaridad. Por tanto, timoneles y remeras, Olga, Nati y Asunta disparan la acción.

Como ayudantes, algunas más dispuestas y otras apenas animosas o simplemente fotógrafas y videógrafas, asisten María José, Amaia, Carlota, Manuela, Ariadna, Mari y Julia (a la sazón responsable de la grabación a la que añade una canción de Rosalía que no está claro que se adecúe a esta sesión de elaboración de embutidos, pero la verdad es que suena bien), Loyola y Alberto -santos varones bienaventurados entre todas las mujeres-.

Olga, que para eso está acostumbrada a hablar en público en su larga trayectoria de alcaldesa y líder entre las mujeres rurales, explica ante cámara cómo elabora las tortetas que, empero, adquieren forma de bolas en la divertida acción de dar forma a la que se aplica todo el universo: "Mezcla de pan, arroz, sangre y tocino, manteca con cebolla. Todo triturado. Y amasar con harina. Especias: clavillo, canela, pimienta blanca, pimienta negra, anís en grano, sal, azúcar, y a mezclar" ¡Ah! y no se le olvida: "¡A almorzar!".

Todo este proceso que se sustancia en un puñado de líneas lleva unas cuantas horas. Y tiene, como todas las buenas películas, su secuela (la precuela es la preparación de todo, pero aquí no hay cámaras), cuando otro fin de semana la familia Brosed se aplicará de lo lindo, con el mismo esquema -las jefas son las jóvenes menos jóvenes- y cambios de materia prima, para los chorizos con carne magra, tocino, pimentón, ajo y esos polvos en bolsas preparadas con condimentos naturales y especias; y para la longaniza y fuet con una diferencia de proporciones que el secreto de la sabiduría que trasciende de generación en generación explicita sin necesidad de receta.

Esta experiencia, que es altamente recomendable y cada vez se practica con menos fruición por el baño en el mar de las comodidades en el que se sumerge esta civilización irreflexiva y poco respetuosa con el pasado, se produce en apenas un puñado de casas en los pueblos. Y, sin embargo, hace falta que en cada hogar un aprendiz de Eugenio Monesma grave para la posteridad todos los pasos, uno a uno, porque aquí no va de salvar un proceso o un alimento. Aquí va de eternizar unas sensaciones que sobrevuelan por los siglos de los siglos el respeto hacia nuestra identidad, que es nuestra cultura. Que aproveche. Viendo este vídeo que se huele, la imaginación se torna terciopelo que acaricia la verdad. Sería hermoso proclamar: Brosed somos todos. Pero es cuestión de voluntad y capacidad de dimensionar lo auténtico.

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