El arte de vivir a la francesa

06 de Noviembre de 2022
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Cartas gabachas: Un plato para compartir
Cartas gabachas: Un plato para compartir

El patrimonio es una auténtica pasión francesa. Y eso no es solamente aplicable a los edificios históricos prestigiosos; fíjense: todas las tardes, la principal cadena de la televisión pública emite dos horas de un programa consagrado a una subasta televisada.

Cuando descubrí este concepto audiovisual, creación de ZDF, me hice muchas preguntas sobre su interés y sobre el porqué de su permanencia en el tiempo. Después de cinco años de existencia, el éxito de esta emisión es impresionante y cada tarde más de dos millones de personas se plantan delante de sus televisores para verla. 

El principio en el que se basa el programa es muy sencillo: una persona que desea deshacerse de algún objeto se inscribe por internet y, si la producción está de acuerdo con la propuesta, se le invita a que vaya a París a mostrar dicho objeto a un subastador profesional que lo perita y lo valora. Después, se hace pasar a la persona en cuestión a un plató que actúa como sala de subastas y donde cinco compradores profesionales se lanzan a pujar hasta que uno de ellos consigue quedarse con el objeto.

Entre estos compradores se cuentan anticuarios y vendedores de antigüedades, como por ejemplo la asturiana Leticia Blanco. Desde cerámicas orientales a jarrones art déco (Émile Gallé o Daum), pasando por estatuillas crisoelefantinas, animales de bronce, pinturas de hasta 400 años de antigüedad, espejos del siglo XVIII, esculturas de alabastro o de mármol de Carrara, muebles de diseño, placas publicitarias, cajas de música, todo eso y mucho más puede uno encontrarse en el plató de Affaire conclue (Trato hecho).

El ambiente que se respira durante el programa es caluroso y simpático, pero lo más apasionante es que los conocimientos enciclopédicos de los expertos enriquecen culturalmente a los telespectadores. En Francia, la compra-venta de antigüedades es moneda común, cada semana, en todas las ciudades se organizan rastrillos y chamarilerías que atraen a legiones de cazadores de gangas que rastrean posibles tesoros olvidados.

La palabra chineur, buscador de gangas, procede etimológicamente de los tejidos de colores llegados de China que los vendedores de antigüedades buscaban para luego revenderlos. Así es que muchos de mis compatriotas dedican sus fines de semana a la chine, una verdadera búsqueda del tesoro. Conozco incluso a algún que otro oscense que viaja hasta la gran feria de antigüedades de Soumoulou, cerca de Pau, ya que aquí en Aragón resulta difícil encontrar este tipo de ferias y las oportunidades que conllevan.

Pero la joya de la corona de este hobby francés es la ciudad de Lille, capital de la región de Alta Francia. Allí, desde el año 1127, cada primer fin de semana del mes de septiembre se celebra La grande braderie, el gran rastro, podríamos decir, que reúne a casi 8.000 vendedores en 80 kilómetros de acera convertida en escaparate de antigüedades. Es la trapería más grande de Europa y sus visitantes participan de la tradición gastronómica de comer más de 500 toneladas de mejillones y unas 30 toneladas de patatas fritas en total. Me voy a evitar calcular el volumen de litros de cerveza que hacen falta para empujar todo eso.

Por desgracia, los jóvenes de hoy están tan absorbidos por la atracción del futuro que se muestran mucho menos interesados por la historia del arte, una asignatura minusvalorada por los sistemas de enseñanza, y los vestigios del pasado los dejan bastante fríos. Muchos son los que encuentran viejunas las estatuas en bronce del XIX, nada adecuadas para su depurado mobiliario a la escandinava. Es triste.

A mí me parece que oponer estilos puede ser muy original, por ejemplo, una alegoría de Mathurin Moreau al lado de una librería de Ikea. En el plató de Affaire conclue suele darse un hecho que va en el sentido de esta reflexión mía. Muchas señoras de edad intentan vender maravillosos muebles de ebanistería decimonónica y se encuentran con que los compradores les ofrecen sumas irrisorias.

Al ver su decepción, los anticuarios les hacen invariablemente la misma pregunta: “¿Por qué quiere usted vender su mueble?”, y la contestación es también siempre igual: “Porque ninguno de mis hijos ni mis nietos lo quiere”. Y la conclusión: “Pues ahí tiene usted la respuesta, estos muebles apenas tienen público, no están de moda”.

La afición de los franceses por los objetos de calidad que se ponían sobre la mesa cada día, como vasos y vajillas, muy demandados aún en los anticuarios, corre el riesgo de desaparecer a no mucho tardar. Para apreciar una cocacola no se necesita un vaso de cristal de Baccarat ni la comida más consumida en el planeta hoy por hoy, la pizza, requiere un plato de porcelana fina. El arte de vivir a la francesa atrae cada año a multitudes de turistas, pero se va perdiendo en beneficio de la amenazante uniformidad mundializada.

El gabacho oscense

                                                                                                  

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