Los Mallos de Riglos

Llaman la atención por su formas troncónidas y esbeltas de color anaranjado y ceniza

Pedro Cuesta Escudero
16 de Octubre de 2022
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Los Mallos de Riglos. Foto José Antonio Terrón.
Los Mallos de Riglos. Foto José Antonio Terrón.

Aún tengo muy vivo el recuerdo de aquella excursión que hicimos a los Mallos de Riglos. Hoy la he rememorado con mucha ilusión. Fuimos una buena cuadrilla, aunque  la mayoría con la fiebre de escalar aquellas gigantescas y bruscas moles.

Es muy peculiar el lenguaje de los escaladores

Mi colega de cordada y yo nos vamos a meter al llegar en la vía “Bixente Inoxente” del Pisón.

- ¡Hala!, es una de las vías más chunguillas, que tira cantidad de brazos. Y cuando estás petao en el penúltimo largo hay una panza de séptimo A. Como no os la curréis en artifo, pringáis.

- La mejor manera de sentir el vacío y el ambiente lunar es haciendo la Visera. Ves al colega que te asegura allá abajo como una hormiga, sumergido en un mar de bolos. Y en un patio de más de ciento cincuenta metros.

- Si no estás acostumbrado a los óxidos, gustan poco

- Todavía quedan kilos de chatarra, pero ya van habiendo muchas vías equipadas con parabolt, como la de “El zulú demente” de la Visera o “La caída de los dioses” del Pisón.

A mí el gusanillo de la escalada no me ha picado; quizás ya he pasado la edad. Aunque nunca es tarde, pues vimos a un pastor que trepaba como el primero y ya tendría sus sesenta años. Yo fui a saturarme de las asperezas de aquel territorio donde perviven las más remotas esencias de Aragón.

San Juan de la Peña

Covadonga y San Juan de la Peña fueron los principales símbolos de la Reconquista. Si los que se refugiaron en la fragosidad de los montes cántabros hicieron frente a los sarracenos en Covadonga, los rebeldes contra el Islam y contra el poder carolingio de los francos se atrincheraron en estas tierras pirenaicas y pre pirenaicas y escogieron como bandera de su resistencia San Juan de la Peña.

Esta abrupta región, de escondrijos y refugios naturales con sus barrancas y numerosas cuevas, de enmarañada vegetación, y de abundante caza y sabrosa pesca, resultaba idónea para la vida eremítica. Por otra parte, la necesidad de una fe que cohesionara y unas referencias espirituales propias, hizo que la población de estos territorios, rebelde y fugitiva del dominio musulmán, acudieran a los santos varones que llevaban años y años de soledad y penitencia, con el interés de atraerse el favor y el poder de Dios por medio de sus oraciones.

Quien más fama de santidad alcanzó fue el ermitaño de nombre Juan, que hizo de su morada una gruta emplazada debajo de una enorme roca rojiza cortada a pico en una ladera del monte Uruela, y entre una espesa vegetación de pinos, enebros, aliagas y bojes. La fama de santidad de este eremita, que cundió por todas partes, atrajo a cuatro compañeros más para vivir en comunidad. Los lugareños acudían a visitarles con el intento de aplacar a Dios por medio de sus oraciones. A la muerte del santo varón se levantó un cenobio bajo la advocación de San Juan. En este cenobio todas las tribus de la región, regida cada una por un jaón, pactaron una confederación para poder hacer frente a musulmanes y franceses. Es el origen de Navarra y después de Aragón.

Los Mallos de Riglos

Enfrascado en estos pensamientos y yendo a orillas del Gállego fue cuando avistamos en la distancia y encendidos de un rojo naranja, los Mallos de Riglos. Te llaman la atención por sus formas troncocónicas y esbeltas, pero aún no tomas conciencia de su magnitud. Al coger el desvío que te conduce allá, los pierdes de vista, pero a la salida de aquella curva el murallón anaranjado y ceniza de los Mallos de Riglos surge como una aparición. Es una gran sinfonía de conglomerado bermejo que revienta de las entrañas de la tierra. Es un espectáculo sorprendente.

Se impone una parada para hacer fotografías. Y mientras tomas instantáneas desde distintos ángulos, te preguntas qué locura llevó a emplazar un pueblo debajo mismo de los mallos, pues la impresión es que de un momento a otro esa inmensa mole se precipitará para aplastar las casas. Pero el vecindario de Riglos siempre ha vivido tranquilo a ese respecto.

Hacia la izquierda de esa mirador se alza un monumento muy simple: un bloque de piedra sin pulimentar con un piolet y una leyenda que recuerda a los montañeros Rabadá y Navarro, que murieron en la cara norte del Eiger. Rabadá y Navarro fueron los pioneros en abrir una vía al espolón del Fire. Desde entonces Riglos ha ido adquiriendo fama en el mundillo de los escaladores, que acuden deseosos de medirse con la verticalidad de los mallos. Y ahora es tan normal ver deambular por las estrechas calles de Riglos a grupo de escaladores con su variopinta indumentaria y sus heterogéneos equipos a la espalda, como cuando las recorren con paso corto y ligero los rebaños de ovejas y cabras al regresar de su pastoreo por el monte. No tardaron mis compañeros de excursión en sumarse a ese ambiente con la ilusión de empezar a escalar cuanto antes aquellas paredes vertiginosas.

El Mirador del Buitre

Yo preferí hacer una excursión al Mirador del Buitre. Mientras que el camino iba suave y despejado y corría paralelo al farallón de conglomerados con sus abundantes oquedades y sus plataformas y pequeños techos, pude sentir en lo más hondo el placer de la Naturaleza. Sentía el embriagador aroma de las plantas, la alegría del verdor de los musgos cubriendo piedras, la serenidad del ambiente y los cantos intermitentes de las aves.

Al fondo destaca sobre una masa arbórea las escarpaduras donde se ha construido el disimulado mirador, desde el cual, y con óptica privilegiada, se pueden observar las nidificaciones que los buitres tienen en los acantilados de enfrente. Al tiempo que el camino se encarama, la enmarañada vegetación lo hace más estrecho. El manto verde contrasta con el cielo azul y con los murallones de rojizo tono, pero la ascensión va resultando fatigosa. Encinas y pinos salen al paso y la maleza y mil lazos invisibles que pretenden aprisionarte, invaden la senda. Hay que salvar un fuerte escalón formado por un duro resalte de conglomerados miocénicos. Y has de andar con mil ojos para no perder el camino. El bosque muere, la senda desaparece y ceden su puesto a retorcidos arbustos que arañan sin piedad, que me dejaron cicatrices que aún deben ser visibles. Se llega a una meseta cubierta de espesos matorrales, que termina en un cortado e inexpugnable acantilado. Junto al abismo está el mirador. Estando arriba del acantilado nos podemos formar una idea del placer que habrán de experimentar las águilas o los buitres al sobrevolar los bosques que quedan allá abajo.

No se tarda en divisar un buitre, que empieza a trazar círculos, para precipitarse, sin que sus alas se muevan un ápice, a la cortada de enfrente. Y aparecen muchos más. Es un espectáculo maravilloso y fantástico el ver planear ratos y ratos, a esas aves de cuello pelado. Un buitre pasa tan cerca que se oye el silbido del ala cortando el aire.

Al otro lado de la meseta se levanta una torre almenada que aún desafía a vientos y tempestades. Y junto a ella milagrosamente se mantiene en pie un muro, igualmente coronado de almenas. Al acercarte te das cuenta que las ruinas del castillo yerguen al filo de otro acantilado y frente a un cantil, también blanqueado por las deyecciones de las aves carroñeras. Me asomé al abismo y pareció que intentaba arrastrarme a su seno.

No me cansé de contemplar la soberbia vista que se aprecia desde esta atalaya. Como negros batallones aparecen allá abajo los bosques. En la distancia se divisan otras fortificaciones. El viento, que en ocasiones debe ser violento, trae misteriosas misivas. ¡Agreste y áspero cuadro! ¡Campo donde la fantasía se recrea! ¡Teatro de leyendas! Poco esfuerzo necesité para imaginarme a aquellos pastores y pequeños labradores convertidos en guerreros y constructores de castillos y murallas para defender de poderosos enemigos esta tierra pobre y quebrada. Y los buitres siguen volando en círculos esperando, quizás, que termine el combate para lanzarse sobre los despojos.

Buitres devorando la carroña

De repente me vino a la memoria el esqueleto completo de una vaca con su sola piel encima, que vi allá en Aguas Tuertas en el valle de Hecho. Y pensé que sería interesante observar y fotografiar a una bandada de buitres devorando una carroña. Y tuve suerte a este respeto, pues me enteré que en Ayerbe se había muerto un burro y lo iban a tirar en una de aquellas barrancas para que los carroñeros lo devoraran. Me dijeron que preparase un buen camuflaje con ramas y troncos, pues los buitres tienen una vista muy penetrante y si me veían no iría ninguno a comer en todo el día. Y que no me moviera y no hiciera nada de ruido, al menos hasta que los carroñeros ya estuvieran enzarzados en la comida.

Mientras los del tractor arrojaban al burro muerto sobre una zona pedregosa y le cortaban la cabeza para que atrajera antes la atención de los buitres, yo me construí a unos metros un refugio, no sin un fuerte sobresalto, pues del ramaje salió huyendo, envarada y amenazante, una culebra de un tamaño más que respetable. Mi escondijo no era muy confortable y había de adoptar una postura poco cómoda y con la agravante de no poder mover ni un dedo. Y la visibilidad que me permitían las ramas tampoco era mucha.

Ya llevaba un buen rato y solo oía el zumbido de las moscas, que se deberían estar dando un buen festín y, de vez en cuando, el viento me traía el pútrido olor del cadáver, que se hacía insoportable. De pronto oigo un leve rumor. Es un cuervo que se pone a saltar alrededor del burro muerto, mirándolo de reojo y picoteando la sangre coagulada que hay desparramada sobre las piedras. Intento preparar la máquina fotográfica y el leve ruido ahuyenta al ave. No me lo perdono. Al poco oigo el crascitar de varios cuervos y urracas, que no tardan en entrar en mi campo de visión. No saben qué hacer, están inquietos, nerviosos. Una urraca atrevida picotea insistentemente en el ojo del asno. Los cuervos corretean alrededor rascando con el pico las partes blandas del animal muerto.

De pronto desaparecen a toda prisa. Esta vez no los he espantado yo, estoy seguro, pues no me he movido para nada. Intuyo que deben ser los buitres que se acercan, aunque mi campo visual no me permite verlos. Y su silencioso vuelo impide que los oiga. De pronto el cuerpo de uno de los buitres surge brillando sobre el oscuro fondo del valle. Lleva la cabeza encogida y no se distingue su cuello. Noto como mi corazón empieza a latir con fuerza. Detrás del buitre guía cruzan delante de mí diez, veinte, treinta buitres que dan la vuelta al cantil rocoso de enfrente. Trazan raudos círculos en el aire y pronto se oye un fuerte griterío, al tiempo que ruedan piedras cuando aterrizan. Se posan no muy lejos de donde estoy escondido. Por entre las ramas los miro y están quietos, erguidos, como estatuas en medio de las matas y las peñas. Tienen su mirada fija en la carroña.

Por un instante reina el más absoluto silencio, pero enseguida se oye como un silbido, pues el más impaciente, sin poder dominarse, lanza la señal de ataque. Con saltos torpes alrededor del burro muerto duda y, no muy convencido, regresa a la peña. De súbito se lanzan todos los buitres y con las alas abiertas rodean la carroña con un griterío y una confusión indescriptible. Hay fuertes aletazos, varios buitres se enzarzan en una estrepitosa pelea, mientras otros hunden sus cabezas dentro del animal muerto. Con escalofriante codicia los carroñeros van penetrando cada vez más dentro del cuerpo del burro. Y todo ello en una infernal barahúnda: gruñidos, graznidos, chillidos, aleteos, trompetazos. Todo es desorden, barullo. Hay un continuo ir y venir de los buitres a la carroña. La voracidad es enorme. Parece como si el ansia infernal se albergara en estos fantasmas pálidos, que saltan, pican, gruñen, estiran  de los intestinos o se hunden hasta el pecho en el fondo de las vísceras del burro muerto.

Los que se retiran ofrecen un aspecto repugnante: cabeza y cuello aparecen chorreando y manchados del rojo de la sangre, del pardo del contenido de las tripas y del gris de las mucosidades. Todo el plumaje lleno de tierra, de cuando los revolcones de las peleas. Algunos se han hinchado tanto, que están a punto de reventar. Bien pronto queda del asno nada más que el esqueleto y la piel. Aún se oye el rumor de las pendencias, aunque perezosamente se van retirando al borde de los muros rocosos.

Ahora le toca el turno a los cuervos y a las urracas, que van a mendigar los desperdicios que han quedado esparcidos. Yo aprovecho para estirar las piernas, aunque nadie hace ningún síntoma de alarma. Ese día hice fotos a discreción.

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