Viéndolos con sus caras redondas y rústicas, por las que se dibujan la bondad en sus sonrisas y alegrías, cualquiera los puede suponer mensajeros de felicidad. Pero nos llegan un año más mudos y candorosos, con la generosidad de sus ofrendas y sus actitudes de resignación, vienen a recordarnos sin palabras que nos alejamos de ellos, que cada vez vamos poniendo entre las preferencias que nos inspiraban y nuestra indiferencia del sentir actual, la distancia infranqueable del gozo al sufrimiento, del placer al dolor, de la vida a la muerte.
Vienen a decirnos que somos hombres, y nosotros sabemos que nos hemos hecho mayores, no podemos explicarnos por qué, pero... frente a ellos nos sentimos pequeños.
Estas figuras nos acompañan desde niños, siguen nuestros pasos en los días felices de la infancia. Buenos amigos y esclavos perpetuos de nuestra voluntad. Su aparición anual es señalada con clamores de alegría y gritos jubilosos, en unas fechas memorables porque la felicidad anda por todas las bocas en un pregón de las fiestas que se avecinan.
Acuden fieles a presenciar las agonías del año, pero son los espectadores del nacimiento de un Dios. Adoran al Hombre-Cristo que se moldeó en el claustro materno con calores de santidad, y que desde el misterio del vientre virgen sufrió las persecuciones de los hombres que habían de redimirse con su sangre. Pero se quedan entre nosotros y a través de los días, de los años y de los siglos, seguirán viniendo envueltos en las nieblas de diciembre, acomodados en cajas, entre papeles, para ofrendar sus adoraciones al niño que nace cuando el año muere, mientras las generaciones van pasando por el duro sendero de la vida.
El tosco puente tendido sobre ese arroyo con reflejos de vidrio, en la puerta de un molino picotean las gallinas, el viejo pastor de zamarra blanca; el zagal niño que transporta en los hombros la tímida oveja; la buena mujer con el queso fresco de cabra; la lavandera al canto del río chapoteando ropa; la lechera portando la gran ferrada sobre su cabeza; y el rústico labriego abriendo surcos con sus bueyes.......Todos son conocidos de siempre, y con ellos nos une un fuerte parentesco espiritual.
Contemplemos al ángel anunciador; el séquito ilustre que viste a sus señores con pieles de armiño y pone en sus frentes coronas reales. Sigamos su ruta, busquemos también a los sencillos pastores que bajan del monte con su eterno candor a cuestas. Unámonos a esa alegre caravana, en la que todos unidos van a adorar al Niño.
Jesús Niño, entre la mula negra y el buey tordo, recibe la adoración de María y José, esperando un año más que nuestros ojos se fijen en esas figuras y de la garganta dejemos escapar el viejo villancico, aquel que nos recuerda la infancia, ese que debemos trasmitir a nuestros hijos, a los cuales también pasaremos algún día estas viejas figuras de belén.