Nunca sabrás lo que perdiste arriba

Juan Marques.
Crítico de libros
16 de Agosto de 2025
Guardar
Mariano Castro. Nunca sabrás lo que perdiste arriba. Foto Óscar Lanau.
Mariano Castro. Nunca sabrás lo que perdiste arriba. Foto Óscar Lanau.

Mariano Castro

Del giro en la quietud

Zaragoza, Olifante, 2025

76 páginas, 15 euros

 

Ingrávida e inmóvil, / la profunda calígine / sustenta / extraña densidad / del giro en la quietud. // Todo parece idéntico a sí mismo”…, afirmaba en su penúltimo libro, El ojo y la ceniza, ese extraordinario poeta que es Mariano Castro (Zaragoza, 1954), y aunque es transparente que de esas estrofas ha salido el título de su nuevo cuaderno de poemas, Del giro en la quietud (y dado que llevo años leyendo y recomendando a este autor, pero me parece que jamás había escrito nada reposado sobre él), por aquí nos apetece remontarnos un poco más allá en su bibliografía para tratar de enfocar las cosas.

Los poemas de Mariano Castro han sido siempre lacónicos, concretos, casi parcos, sin adornos ni distracciones, sin tramas paralelas y sin complejos niveles sintácticos, y ésa es una lección, ya que nada mejor que toda la sencillez posible para tratar de captar y transmitir la alucinante complejidad de la existencia, así como los insondables enigmas de los paisajes o de los sentimientos. Así, sus poemas tienden a ser directos, casi secos, a veces sabiamente sentenciosos, siempre relevantes pero además, a veces, especialmente reveladores en su expresividad, o a la hora de declarar ciertas intenciones.

Así, por ejemplo, en su quinto libro, En el rostro del aire, de 1999, Castro dejaba caer varios versos que pueden servirnos a sus lectores de agarre seguro, de momentos-clave para iluminar todo lo demás. “Escucha el latido / que surge entre las sombras. / Eso es la vida”, se afirma en cierta página, mientras que más allá tal vez nos enteramos de qué es lo que puede hacer un poeta con ese latido, cuál es su función o su tarea: “quieres hacer visible lo invisible”. Y trágicamente consciente de que “Me estoy quemando / en la infinita sucesión / de los instantes” o de que “Vivir es deshacerse”, entiende también que “el trueno siempre tiene / la última palabra”.

Valdría decir que el trueno es de hecho siempre la última palabra, porque en esta poesía se buscan fogonazos, destellos, y no por resultar impactante o por ánimo de deslumbrar (cuando hay demasiada luz tampoco se ve nada), sino por necesidad profunda de entender algo, de arrimar una pequeña llama a la vida, enfocada desde varias perspectivas. Pero por seguir con los fenómenos meteorológicos, en El pájaro y la piedra, su libro de 2008, se afirmaba muy en este sentido que “Un poema es un rayo / de luz en la penumbra; / motas de polvo, / cuerpos iluminados, las palabras”. Una vez más, un intento de modesta poética que se apoya en lo más sublime de la naturaleza, en la energía de lo telúrico o de los paisajes de más al fondo.

Pero Mariano Castro es alguien que también sabe observar lo más inmediato de su entorno. Aparte de los pudorosos y suaves poemas de amor que, tímida y estratégicamente, ha ido colocando aquí y allá a lo largo de su obra, se fija sobre todo en lo vegetal, o en la nieve, o en un fuego, raramente en artilugios humanos o en objetos, hasta el punto de que uno casi se sobresalta cuando él se refiere a un bastón, la pluma y el papel, una flauta o, aún más inesperado, un cinematógrafo.

No: lo suyo es el río, el roble, el camino, el pájaro, la piedra, las raíces, el barro. Y como mucho la casa, las paredes, el refugio, o también ese otro hogar que es el propio cuerpo, del cual se insiste muy especialmente en los órganos relacionados con la visión: los ojos, el iris, la pupila…, ya que funcionan aquí como metonimia de la mirada, que es lo que le permite, por fin, fijarse en lo que más le importa, allá a lo lejos: el horizonte, las montañas, la lluvia, los valles, el páramo, los rayos y los truenos, raras veces el mar… y con ellos el frío y el calor, la luz y la oscuridad, la fatiga y el sueño, la memoria, el tiempo, la conciencia, la belleza o la muerte. “No puedes escuchar: / te acabas en ti mismo. // Con el vano propósito / de sacudirte el peso / de la muerte, / estás en todas partes / y en ninguna. // Hace ya muchos años / que no vives”, decía un excelente poema de El pájaro y la ceniza.

Entrando por fin en Del giro en la quietud, hay que añadir que en este nuevo peldaño de su escritura se incide y se insiste ya no en el silencio, omnipresente en sus libros, sino en el propio lenguaje, elemento que también ha ido ganando protagonismo en su poesía desde hace un cuarto de siglo. Y de hecho sería bien legítimo considerar que de hecho, en general, la poesía es algo que surge precisamente de esa tensión entre el silencio y la lengua, o en esa pelea eterna que se traen entre la nada y el habla.

La poesía (o cuando menos la poesía de Mariano Castro) se erige sobre esa palabra que está a punto de ser silencio, sobre aquello que acaba de nacer de él o que está a punto de convertirse en él. Hay siempre algo inaugural en ello, una irrupción trascendental, y de ahí, también, esa brevedad y esa ausencia de florituras o añadidos superfluos de los que hablábamos antes. Las cosmogonías vienen sin adjuntos, el génesis no admite digresiones. “No pretendas saber más que el lenguaje”.

Mariano Castro, desde luego, entiende las cosas misteriosas, precisamente porque las identifica y reconoce como misteriosas, y por tanto no pretende descifrarlas más de la cuenta. Las observa obsesivamente, las piensa, vuelve a ellas una y otra vez, sin prisa, con atención, pero no desea violentarlas, sólo estar ahí, como si los enigmas, en el fondo, nos hicieran compañía.

Y lo suyo, por supuesto, no son fórmulas, y eso es bastante raro en los poetas “filósofos”, en los poetas “intelectuales” o en los poetas contemplativos. Su palabra es radicalmente original, indagadora, novedosa, creativa, todo lo detallista y exhaustiva que permite el estupor que produce ascender hasta la inspiración o incluso al trance, y después, de regreso al mundo, tratar de explicarlo: “El sol rompe en el valle / la música del éter / y se oyen las esquilas / de un rebaño invisible, / un súbito fulgor / más real que tú mismo. // Hace frío en la cumbre / de nieve coronada. // Y desciendes / pensando en el alivio / del teatro de sombras / y el fuego en el hogar. // Nunca sabrás / lo que perdiste arriba”.

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante