Una vez más, el CRMAHU llenó su sala de actos. Junto a la decoración habitual de esa semana (la muestra de fondos documentales cedidos por Eugenio Monesma), se habilitó en esta ocasión una mesa atendida por Arantza Añaños, de la librería El Iglú, quien hizo también de presentadora del escritor.
Con sobriedad, Arantza bosquejó un retrato de Rafa Saiz (Capellades, 1967), un escritor de vocación tardía. Señaló su inclinación por el área técnica y lo definió como no escritor y no historiador, pero sí como un hombre con algo que contar. Y eso fue precisamente lo que hizo en su libro.
El autor afirmó que "Camino de Singra" era una obra literaria circular. Comenzaba y terminaba en el mismo lugar: el cementerio de Jorba, localidad de la comarca de L’Anoia. Una mujer se esforzaba por mantener el nicho limpio y preparado, esperando el regreso de Federico para ocupar el lugar que le guardaban junto a su esposa, Tereseta, y su hija, Conxita.
La historia relataba la vida de Federico Centellas, una peripecia humana compartida por muchos jóvenes truncados por la guerra. Jóvenes que, con mayor o menor carga ideológica, querían desarrollar un ciclo vital, crecer con su familia y envejecer con ella. Pero esto no fue posible para Federico.
Rafa Saiz narró el deambular de Federico por una España en guerra. Pasó por Barbastro, Grañén, el Pirineo y Teruel. Vivió el sufrimiento del llamado Stalingrado español durante un invierno considerado el más crudo de la historia, donde hubo más bajas por frío y congelaciones que por balas. Su consuelo eran una foto de Tereseta y Conxita, y las cartas enviadas y recibidas.
La última parte de la historia terminó en una explanada cercana al pueblo de Singra, escenario de una gran tragedia. Allí murieron más de 2000 soldados solo en el bando republicano. A partir de entonces, llegó el silencio: no hubo más cartas, ni noticias, y la familia vivió un doloroso vacío.
Fueron las bisnietas de Federico quienes impulsaron la recuperación de la memoria. A raíz de un trabajo escolar, desempolvaron documentos y recuerdos, se tomaron muestras de ADN y esperaron, con impaciencia serena, los resultados de las exhumaciones, los análisis y las identificaciones posteriores.
El libro concluía, aunque el autor dijo que aún no estaba finalizado, en el mismo cementerio de Jorba donde comenzó. Allí descansaban aún los restos de soldados sin identificar. La velada concluyó con un soplo de esperanza: parecía que los trabajos iban a continuar. Rafa prometió seguir contando lo que fuera ocurriendo.