No se alarmen. Quietos parados. No huyan, que no les voy a repetir por enésima vez lo malos que son los árbitros españoles. Ustedes los aficionados ya lo saben y los que hayan leído alguna de mis columnas ya conocen de sobras mi opinión: que han empeorado, sobre todo, desde que manejan a su antojo y voluntad el VAR. Porque antes tenían la disculpa de la dificultad de decir en décimas de segundo, pero ahora se les han acabado todas las coartadas. Es una batalla que doy por perdida que sólo sirve para crear mala sangre.
Por eso prefiero dedicar esta ‘batallita’ a los árbitros de antaño, cuando yo empezaba a jugar al fútbol. Aquellos que de verdad mostraban su valor, no como en la mili, que se nos suponía. Una retahíla de recuerdos que se me presentaron de repente mientras paseaba por la Plaza Navarra y una sonora voz me saludó con retranca: “Adiós, tarjetero”.
Yo lo había reconocido, pero no pensaba que él también me había identificado porque hace mucho tiempo que no nos veíamos. “Sólo me expulsaron una vez”, le respondí mientras me detenía y lo saludaba.
“Ya me acuerdo, estaba yo en la banda”, continuó el veterano trencilla, que siguió con su explicación. “Fue Antonio Villacampa en el Torneo del Alto Aragón en el campo de El Alcoraz”.
Así fue, seguí con el relato: “Jugaba yo en el Barbastro y nos enfrentábamos contra el Huesca, pero lo peor es lo que no sabes, que fue con premeditación, nocturnidad y alevosía. Yo iba a recoger la pelota al banderín de córner y cuando se la entregaba a mi portero Zárraga para sacar me vi con la roja en las narices”.
Enrique Fanlo, de larga tradición futbolera, conocía parte de la historieta pero no todas las interioridades porque Villacampa jugaba al guiñote con mi padre muchas tardes en el bar del barrio y ese día le había dicho: “Esta tarde expulsaré a tu hijo. Y cumplió su palabra”.
Fanlo, vecino del barrio y de la Torre del Matón, fue uno de los numerosos árbitros oscenses que, junto con Sanz, el señor Miranda, Ferreiro -entre otros más-, se curtió en los campos de tierra de la capital, en lo que luego se convertiría en la Liga Municipal, antes de dar el salto a encuentros nacionales. Miguel Ángel Fustero, que un partido tuvo que escapar del campo del Gradense en el coche de la Guardia Civil, o Fernando Tresaco, que llegó hasta la UEFA, continuaron con esa tradición y sufriendo la cercanía con unos futbolistas con los que se cruzaban muchos días por el Coso o las calles de la ciudad.
Fanlo conserva muchos recuerdos, algunos verdaderos sustos, pero casi todos con enorme pasión por el arbitraje. “En un partido en Figueras levanté dos veces el banderín para anular dos goles y me tiraron de todo cada vez que me acercaba por la banda. Hasta monedas de cien pesetas”. ¿Y qué hiciste?, le pregunté. “Echármelas al bolsillo”.
Eran otros tiempos, mucho más duros y difíciles y con exigua remuneración. La falta de educación, deportiva y de la otra, campaba a sus anchas en los terrenos de juego y en los estadios y los colegiados -en eso no hemos cambiado- siempre acababan pagando los platos rotos.
La conversación llevaba tintes de seguir tan amena. Pero ahí tuvimos que dar por acabado un capazo entrañablemente nostálgico del que nos tuvo que sacar su nieto, que por cierto va a continuar la saga familiar.