Hubo un tiempo pasado, machista y retrógrado, en el que se decía que el ‘fútbol era cosa de hombres’. Afortunadamente, esa concepción ha cambiado y con fuerza gracias al empuje de las mujeres en todos los ámbitos del deporte. Pero en mi imaginario adolescente, aquella frase presuponía una serie de valores, que desgraciadamente se han ido pervirtiendo por un desmesurado afán de sobreponer todas las artimañas posibles en beneficio solamente del resultado.
Algunos lo achacan al profesionalismo exacerbado en el que ha caído el fútbol, y es verdad que paulatinamente han ido desapareciendo, tanto en la grada como en el césped, los buenos modales, el respeto, el compañerismo, la educación y otras virtudes que se podían asociar no sólo al deporte sino también a los futbolistas como personas.
Por eso, al ver el comportamiento de algunos jugadores del Racing de Santander –que por otro lado se ve demasiado a menudo en nuestro balompié-, me ha venido a la memoria una noticia que leí a finales del año pasado. Bajo la dirección de Moisés Dorado, funcionario de prisiones, con un guion de la trabajadora social Carmen Jordá y la producción del Centro penitenciario de Ceuta, el corto ‘El fútbol es cosa de hombres’ se filmó con la pretensión “de lanzar un mensaje claro y rotundo contra la violencia de género, con el fin de sensibilizar en valores como el respeto, la igualdad y la solidaridad”.
Por lo visto en El Alcoraz ante el Racing, algunos necesitan que se les pase este corto en bucle para que se dediquen tan sólo a jugar al fútbol, que lo hacen muy bien. Y yo lo pondría en todos los estadios como una de esas campañas que promueve la Liga de Fútbol Profesional de nuestro paisano Javier Tebas porque la espiral en la que se está entrando es peligrosa.
Hay jugadores que más parecen actores de comedia bufa, reciben un golpe en el pecho, se tiran al suelo y se echan mano a la cara como si hubieran perdido siete dientes. Otros que tras una simple falta dan más vueltas sobre el césped que una peonza. Luego, cuando han conseguido su objetivo, se levantan y corren como liebres. Las acciones suelen venir aderezadas con los gritos y berridos más fuertes posibles para que el árbitro considere que todo es más grave y así de paso el VAR pueda ver repetidas a cámara lenta y recreándose en jugadas que antes eran meras infracciones.
Debo ser muy antiguo, pero en mis tiempos no había tantos pisotones (igual era que calzábamos botas más pequeñas) ni tantos golpes en la cara, y eso que se permitía impulsarse con los brazos para coger más altura al cabecear. Tampoco había tantas polémicas con las manos y nadie saltaba con los brazos pegados al cuerpo. Los había exagerados, protestones, piscineros, broncas y violentos, quizá más que ahora. Pero no es fútbol re arbitrar una jugada con la imagen parada, con lo que se distorsiona lo sucedido a velocidad de juego, o rebuscar entre las acciones hasta encontrar algo que el árbitro no haya podido ver.
Se nos dijo que el VAR venía para corregir errores graves y se ha convertido en el colegiado principal por inhibición, cobardía y comodidad de los trencillas que están sobre el césped y que se quitan las culpas cargándolas en sus colegas de la sala VOR.
En Inglaterra, cuna del fútbol, hubo un tiempo en el que los aficionados silbaban y chillaban a los futbolistas que fingían (verbo perfectamente utilizado por Antonio Hidalgo), o se tiraban al suelo sin recibir ninguna falta. Hasta el sindicato de jugadores se planteó la posibilidad (no sé si al final se llevó a cabo) de denunciar a esos tramposos por considerarlos malos compañeros y peores profesionales.
En el fútbol español se habló de recomendar a los árbitros que sancionaran a aquellos jugadores que reclamaran una amonestación para un rival, pero, como tantas otras cosas, ha caído en el olvido porque en definitiva, por muchos adelantos técnicos que se introduzcan, los partidos siguen estando en manos, en la interpretación y en el criterio suigéneris de los de siempre, algunos tan incompetentes que hasta acaban subiendo a Primera División.