José Antonio Martínez Calvo, el comerciante que hizo un arte de postrarse a los pies

El recuerdo de un personaje indispensable en la memoria comercial de Huesca desde su zapatería Almi

07 de Octubre de 2025
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José Antonio Martínez en su Almi
José Antonio Martínez en su Almi

Aquel 29 de noviembre de 2013, en la cena de la Asociación de Comerciantes de Huesca, José Antonio Martínez Calvo expresaba todo su espíritu, acompañado por su esposa María Pilar. José Antonio era discreto incluso en esa velada marcada para la gloria personal, el colofón que sueña cualquier profesional que cierra una etapa y deja abierta una tienda: ser reconocido. Salió a recoger la distinción a toda su trayectoria como quien pasea por los cosos, con una levedad elegante.

Compartía galardón a su ejecutoria con un grande en todos los sentidos, con Toño Riva, de Joyería Riva, en tiempos presidenciales en la Asociación de Alfonso Piedrafita. En un restaurante hoy cerrado, el Abadía Las Torres, en la Estación Intermodal. Fue una noche preciosa, entrañable. Dos premiados de largo bagaje, Toño al recoger la tradición familiar de su padre que abrió la persiana en 1942, José Antonio con su aprendizaje con los suyos en Carbones y Piensos J. Martínez para trasladar su sector a la zapatería  en 1984 con Almi, que originaron Albero y Miranda (las iniciales de ambos crearon el acrónimo de la marca). Justo es significar que Toño y José Antonio dejaron la sucesión bien cubierta y hoy Almi es gestionada por Manuel Pérez Vizcarra.

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Aquel día, desvelaba su mayor tesoro: "Desde los 14 años he vivido toda la vida de cara al público y siempre para el público, en una faceta u otra, y forma parte de mi vida, y me he sentido feliz". Efectivamente, el sedimento de esa dicha procedía de aquellos años en que organizaba la mercancía y los repartos para el negocio familiar. También aprendió de la vida que la incertidumbre forma parte del hilo argumental de cada persona, con aquella pérdida de rentabilidad de la venta de cartón.

Fue repartidor y representante, y finalmente encontró la oportunidad. Su madre leyó un anuncio en Nueva España de traspaso de una zapatería en la calle San Lorenzo, que ya engrosaba una singladura que había arrancado en 1948. Al darle la vuelta a la fecha, 1984, en marzo y tras una pequeña reforma, abrió la puerta. En veinte días, asomaban a la vida sus dos hijas, Pilar y Blanca, que llegaron a este mundo después de la primera, Lucía.

Incorporó a su primera compañera profesional, María José, desde el inicio, a la que luego se sumarían Inma y Raquel, a las que atribuía una buena parte de la buena marcha del establecimiento.

José Antonio, en la puerta de Almi en vísperas de la jubilación
José Antonio, en la puerta de Almi en vísperas de la jubilación

Una zapatería es un negocio complejo. Hay que elegir el calzado, organizarlo, distribuir el escaparate, concebir la profundidad y anchura de las rebajas, asesorar al cliente. Hay mucho pensamiento y José Antonio, en su discreción, era una persona capaz de combinar su racionalidad imprescindible con su empatía con el cliente.

Que el cliente tiene siempre la razón es un maximalismo que no necesariamente es irrebatible. Que el consumidor es imprescindible, sin embargo, resulta indudable en una transacción justa de un bien a cambio de un dinero. Su dedicación a todo aquel que traspasaba su puerta tenía incluso un punto de paralelismo evangélico: con entrega total, por la salud de sus pies, se postraba una, y otra, y otra vez, hasta que la horma se adecuaba al sustento fundamental del cuerpo.

Postrarse a los pies del prójimo no es una debilidad, sino una fortaleza. En su más hermosa acepción académica, es manifestar respeto, hospitalidad. Una expresión de carácter y de entrega, de inteligencia para identificar las necesidades, para dimensionar nuestra relación con los demás. Sólo se postran los que están convencidos del valor del servicio y del arraigo a la humanidad, los que son capaces de espantar las nimiedades de los convencionalismos.

Con paciencia digna del Santo Job, José Antonio y su equipo respondían a cada exigencia con una sonrisa, a cada petición con asertividad total, a cada demanda con un buen consejo, que es patrimonio del buen comerciante. Al final, la sonrisa se transfería al cliente, agradecido por esa dedicación sin límites ni más interés que la virtud de la transferencia.

José Antonio se jubiló y siguió haciendo de la sencillez y de la generosidad su gran soporte vital. No necesitaba forzarlas, le salían con naturalidad, como la sonrisa. Había conocido las dificultades, la complejidad y la dicha, la profesional en toda la amplitud que va del carbón hasta el calzado, la familiar con sus tres hijas, su mujer, María Pilar, y sus nietos. El 21 de agosto, José Antonio Martínez Calvo vio su última luz.

Han transcurrido 46 días. Es cierto ese aforismo argentino de que Justicia lenta no es Justicia. Y, sin embargo, en la levedad del tiempo y la imprescindibilidad de los reconocimientos justos, este tardío recordatorio no pierde su defecto temporal, pero recobra para la memoria de la ciudad uno de esos personajes imprescindibles que aparecerán, si Dios quiere, en libros o exposiciones fotográficas, quizás en algún volumen sobre el comercio cuando este sector combata en dura lid con las tecnologías y los modismos por la supervivencia de valores irreemplazables por algoritmos y arquitecturas enormes.

Cada colectivo precisa de sus referentes, de sus ejemplos, y José Antonio, que se postró a los pies con la misma humildad que el Cristo divino lo hizo ante sus discípulos, ha de ser reivindicado en un lugar importante dentro del comercio de Huesca. Él, que vivió para servir, se ganó el derecho de servir para vivir, como preconizó la Madre Teresa de Calcuta. Y ahora toca descansar y trascender a otros estadios.

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