José Martín-Retortillo

Auschwitz II-Birkenau, 80 años

28 de Enero de 2025
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Un millón. Una cifra más en el tiempo de las prisas, en este tiempo de lo superficial. Un millón de muertos, personas, en Auschwit II, llamado Auschwitz Birkenau. Campo de exterminio, no de concentración, o de detención, de exterminio.

La guerra empezó en el 1939, los nazis subieron vía electoral una década casi antes, y en el 33 ya empezaron a hacer de las suyas de forma notoria y grave. Hasta 1945 la Segunda guerra asoló toda Europa, unos veinticinco millones de personas murieron y todas las ciudades de Europa se vieron destrozadas en un conflicto mundial.

 El antisemitismo fue una parte importante de las causas del conflicto, pero esta “creencia” tenía muchas, muchísimas, raíces intelectuales y venía y estaba anclada en el subconsciente de multitudes.  Tenía muchos adeptos, intelectuales y artistas incluidos, con la mayor naturalidad, y obviamente había más justificaciones del conflicto. Pero siempre resulta o parece que las guerras se inician por nimiedades y continúan con crueldad creciente.

Luego la propaganda incesante y continua haría el resto. Nunca el poderoso en sus desmanes, siente problema alguno para justificarse, y Hitler, al igual que todos los psicópatas que alcanzan el poder -que los hay-, no estuvo, ni están solos nunca. Siempre los acompaña una corte fanática y palmera, y una cohorte de servidores ciegos, incapaces de pensar y reflexionar sobre lo que sucede, como reprocharía con acierto Hanna Arendt, al hablar de la banalidad del mal, donde gente muy normal, alegaba en su defensa, que cumplía órdenes y resultaba que sus actos y omisiones acarreaban numerosos crímenes. La obediencia debida muy mal entendida.

En 1942, en la llamada Conferencia de Wannsee, quince individuos, gerifaltes nazis, reunidos en un palacete a orillas del lago del mismo nombre, de forma secreta, acordaron lo que luego se llamaría “la solución final” que traducida a la realidad, suponía que cualquier judío, por el hecho de serlo, sería exterminado. Allí, entre otros, estaba Eichmann que resultaría secuestrado tras su camuflaje en Argentina y juzgado y ejecutado en Israel; o Heydrich, jefe de la ocupación nazi en Chequia, asesinado por la guerrilla en Praga, que provocaría una terrible y extensa represalia.

Pero Auschwitz era el mayor campo de exterminio en extensión, con más de 1.100.000 judíos, aparte de 150.000 polacos (en su origen era para los presos políticos polacos), 23.000 gitanos, 15.000 soviéticos provenientes de la propia guerra y 25.000 de otras diversas nacionalidades. No todas las víctimas eran judíos, pero éstos por el hecho simple de serlo ya lo eran. Su número de muertos allí llegó cercano al millón de personas.

Campos de concentración hubo muchos, pero ninguno del tamaño y de la condición del de Birkeneau. Allí se celebró, hasta su liberación, una de las mayores vergüenzas de la humanidad, que no debe ser nunca olvidada.

Tuve la suerte personal de visitar este campo en febrero de 2020, gracias al entusiasmo y la excepcional iniciativa pedagógica de los profesores Jesús Inglada y Carlos Pérez, de “Conocer el holocausto”, en un grupo de ochenta personas oscenses, la mayoría jóvenes escolares, para ver la casa de Wannsee, el gueto de Cracovia, los campos de Buchenwald, Mathausen y varios campos más, entre ellos el descomunal de Auschwitz, que acaba de celebrar su 80 aniversario de liberación. Allí, ahora territorio fúnebre y sagrado, había numerosos detalles del horror y de la locura humana.

 Allí vi las naves donde gaseaban a multitudes, los hornos crematorios, las colecciones de pelos, maletas, zapatos, ropas, y multitud de enseres y utensilios robados y quitados, con sentido de rapiña económica, a las víctimas que eran traídas en vagones de ganado por el tren, desde muy diversos puntos de toda Europa. Allí los experimentos del doctor Mengele y tantas locuras. Y las barras donde ahorcaban, las alambradas electrificadas, o las paredes donde fusilaban antes de que entendieran que el gasearlos era más rápido y eficaz.

La locura siempre junto al totalitarismo y siempre la ausencia de respeto a minorías y disidentes.

 Allí, vi en medio de un silencio impresionante, en un barracón de los muchos existentes, la celda donde un fraile católico, franciscano polaco, murió por una inyección letal, tras mantener la vida durante catorce días, condenado a morir de hambre, sin comer, ni beber, por ofrecer su vida para salvar la de otro escogido al azar junto a diez en total, condenados a muerte porque había escapado un preso. El condenado tenía hijos y acababa de perder a su mujer. Hablo de San Maximiliano Kolbe, canonizado por su paisano el papa polaco San Juan Pablo II, y actualmente muy reconocido en centro Europa. Allí también murió la monja filósofa Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz.

Pero el número de víctimas, de mártires, es ingente y real, es multitud, no es un cuento, y lo más importante hoy resulta ser no caer en la indiferencia ni en el olvido, no perder la memoria, ni la dignidad frente a la locura totalitaria, hierba que se reproduce con más frecuencia de la deseable, en cualquiera de sus formas, lugares y actores.

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