Septiembre de 2025. El tramo de la autovía A-22 entre Huesca y Sietamo está a punto de inaugurarse. Se anunció con un plazo de ejecución de 36 meses y, sin embargo, han pasado 84. Siete años de espera. Siete años en los que la paciencia de esta tierra ha vuelto a ponerse a prueba, como tantas veces a lo largo de la historia.
Por aquí pasaba la séptima milla romana, parte de una calzada construida hace más de dos mil años. Aquellos ingenieros romanos, con medios infinitamente más limitados que los nuestros, fueron capaces de diseñar caminos sólidos, duraderos, pensados para resistir siglos de tránsito. La comparación resulta inevitable: nuestras carreteras actuales, con frecuencia, desmerecen frente a aquellas piedras milenarias. Más que vías rápidas, algunas parecen sendas maltratadas que en lugar de orgullo provocan vergüenza.
La historia nos recuerda que los caminos no son solo infraestructuras: son arterias de vida, comunicación y desarrollo. Gracias a ellos, las comunidades prosperan, los pueblos se conectan y las personas encuentran oportunidades. Sin embargo, la falta de previsión, la lentitud administrativa y la desidia política han convertido muchas veces estas infraestructuras en un laberinto de promesas incumplidas y retrasos eternos.
El ejemplo de la A-22 no es aislado. Basta recorrer nuestra provincia —y buena parte de España— para comprobar que demasiadas carreteras presentan un estado lamentable. El asfalto resquebrajado, la señalización deficiente o los baches que ponen en riesgo la seguridad no son meras anécdotas: son síntomas de un modelo que posterga lo esencial mientras se llena de discursos grandilocuentes.
Decía un refrán que, “si no arreglamos la gotera, acabaremos reparando toda la casa”. Eso es lo que ocurre con nuestras comunicaciones: ignoramos las pequeñas necesidades hasta que se convierten en problemas estructurales, mucho más costosos y difíciles de resolver.
La comparación con las calzadas romanas no es un ejercicio de nostalgia, sino una llamada de atención. Si hace veinte siglos se pudieron construir caminos que aún hoy sorprenden por su solidez, ¿qué excusa tenemos en pleno siglo XXI para no garantizar unas infraestructuras dignas, eficientes y duraderas?
La respuesta no está en el pasado, sino en nuestra capacidad de aprender de él. El reto no es solo inaugurar tramos de autovía con retraso, sino planificar a largo plazo, con seriedad y compromiso. Porque el futuro de un territorio también se mide por la calidad de sus caminos.
Aragón, Huesca y España no merecen carreteras que envejezcan antes de nacer. Merecen infraestructuras que, como aquellas calzadas romanas, sean símbolo de grandeza y permanencia. Ese debería ser el legado que dejemos a las próximas generaciones: un territorio conectado, seguro y preparado para crecer.