Cara de tonto

Periodista y formador
21 de Septiembre de 2022

Por aquel entonces, trabajaba yo en un periódico provincial de Lérida y andaba un tanto inquieto con las cifras que le poníamos a las manifestaciones, eventos varios y juergas multitudinarias. Me intrigaba, sobremanera, el extraño fenómeno que hacía que todo (y siempre) fuese un éxito rotundo que, año tras año, concentraba más y más asistentes. Lo mismo daba que se tratase de una actuación de los Danzantes, de una merendola de la asociación de amigos de la Jota o la feria de no sé qué pueblo. Como soy de natural descreído, me limitaba a reproducir las cifras que decían unos y otros, pero sospechando, eso sí, que, allí había algún tipo de trampa.

- ¿Y de verdad hay tanta gente? Es que, este fin de semana, vinieron mis padres y fuimos a ver, pero tampoco era para tanto.

-Pues claro que no ¿qué te esperabas? Como mucho, los cuentan en la puerta y, sí, por allí pasan tropocientos mil, pero lo que no te dicen es que los que salen y entran son los mismos todo el rato.

La conversación en cuestión fue con uno de los jefes que tenía yo por aquel entonces y no indicaré a qué festejo se refería porque, en realidad, valía para todo y me confirmaba que los números sirven, sobre todo, para mentir si se acompañan de fotos chulas y escritos bien trabados.

Mi perplejidad, sin embargo, llegaría a su punto máximo al poco de aquella charla, pero en Barcelona. Se manifestaban, no recuerdo quién para exigir no recuerdo qué –ya se lo pueden imaginar ustedes- y, según los organizadores del tinglado, había casi dos millones de personas. A mí, que acababa de entrar sin problemas a Barcelona por la Gran Vía, y sabía que la ciudad no pasaba entonces de los 1,6 millones de habitantes, aquella pajarada me confirmó que todas aquellas historias adornadas con cifras eran como lo del Tío Carra, un fulano no sé si de mi pueblo o de tres más para allá, al que se supone rodearon un día por la noche veinte o treinta lobos que le obligaron a dormir subido a un árbol pero que, al final, resultaron ser por la mañana sólo unos matorros que agitaba el viento y hacían ruido.

Al día siguiente del aquelarre quedó todo claro gracias a una empresa de nombre Lynce que había aparecido justo por aquellos años con el noble propósito de contar manifestantes y explicar, de una vez, cuánta gente se dedicaba en España a protestar por cosas en la calle. La manifestación a la que me refiero quedó, pese a los casi dos millones de los que hablaba la organización y el millón largo que daba por cierto la Guardia Urbana, en sólo unas 60.000 personas. ¿Cómo lo calculaban? Pues muy fácil: con fotos aéreas, midiendo metros cuadrados de calle ocupados y calculando que una persona necesita unos sesenta centímetros alrededor para andar sin caerse de morros. La empresa, como pueden ustedes suponer, acabó cerrando y lo hizo porque, en realidad, lo que ofrecía no le interesaba a nadie. Supongo que aquellos chicos voluntariosos no habían estudiado periodismo ni nada que se le pareciere y, por tanto, no sabían que a la realidad la cambian las historias y no al revés. Este mes, primero con los 700.000 independentistas que se supone llenaron las calles de Barcelona el día 11 y las 120.000 personas que se manifestaron a favor de una escuela con, por lo menos, un 25% de castellano una semana después, he vuelto a acordarme de Lynce pero no para bien: la ruina de aquel negocio confirma que da igual lo que pensemos porque, siempre, escuchamos sólo lo que nos gusta que nos cuenten. Y eso es ciertamente preocupante porque, con la realidad, siempre acaba pasando lo mismo: que te pilla, te atropella y, si no te mata, te deja con cara de tonto.

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