Alarmistas

10 de Noviembre de 2022
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Los escritores a los que les gusta adentrarse en el futuro se reparten en dos categorías (a mi humilde entender): los que buscan realismo e incluso hiperrealismo, por un lado, y los que utilizan la distopía como elemento de concienciación. Son perfectamente identificables. Por poner un ejemplo, Ray Bradbury se negaba a intentar una descripción del por venir, prefería centrarse en prevenirlo. Era impredecible. Sostenía que el mejor científico está abierto a la experiencia y la experiencia comienza con un romance, con la idea de que todo es posible. En su mundo, el autor de Fahrenheit 451 no precisaba de un reloj de alarma, porque el mejor despertador son las ideas.

Los literatos del futuro, como los investigadores, bucean con la curiosidad que es mejor tuneladora que la de horadó la montaña del Somport. Requiere apego a la incomodidad, a la turbulencia si es preciso. Buena parte del resto de los humanos nos decantamos por el confort. Incluso en las peores circunstancias. Como ecuación para la supervivencia, coincidimos en que la mejor manera de combatir las escenas feas es no mirarlas. Y, como les damos la espalda o las ojeamos de soslayo, no aprendemos de ellas. Hemos pasado dos años de pandemia (bueno, oficialmente llevamos más de tres y medio) y hemos aprendido poco, muy poco. Estamos tumbados en el sofá de la complacencia, viendo comedias o documentales teledirigidos para que no asome a nuestro interior ninguna inquietud. Escuchamos, con gesto de aquiescencia, todos esos eslóganes tan voluntaristas como desprovistos de rigor. Lo de que saldríamos mejores. Más fuertes. Los Next Generation. La innovación galopante. ¡Ay, la Huesca capital del conocimiento! Pero no mundial, como la famosa campaña, sino interplanetaria. Aquello de que no dejaríamos a nadie atrás, hoy con estampas mendicantes multiplicadas en las calles. Vida y prosperidad, seguridad y salud, servicios sociales. ¡Qué hermosura!

En esa actitud, mejorar es manifiestamente imposible. Sucede como con la desmemoria. Tiremos de hemeroteca y vayámonos a junio del año de inauguración de las tristezas covidianas. Promesas con cara de circunspección: vamos a incrementar las plantillas sanitarias entre un 10 y un 15 %. Era la receta general, mejor que la vacuna de Astrazeneca, más infalible. Era entre un 10 y un 15, en todas las comunidades, polícromas de azules y rojos, de izquierdas y derechas, y naturalmente del híper optimista presidente nacional. Y, claro, con los fondos europeos y la suprema inteligencia de los gobernantes reacios a ser estadistas, no hacía falta repensar la sanidad. Hoy todas las explicaciones son excusas de mal pagador, mientras se suspenden las contrataciones de oncología, los hospitales oscenses se quedan sin TAC, el transporte sanitario se declara en huelga indefinida, la atención primaria llora aunque no mama, la sanidad rural es coro de plañideras sin solución, la telemedicina cambiará los médicos por los informáticos (si no, ya me explicarán cómo va a atender un médico a mi madre de 93 años), las enfermeras penan y las auxiliares limpian los mares de llantos.

Escribimos en medio del confinamiento: ¡qué gran momento para repensar la sanidad, la educación y los sistemas sociales! Y, al unísono, sin la duda que es expresión de humildad y de inteligencia, las huestes de la corte replicaban: NOOOOOOOOO. Y seguían: "¡Eres un alarmista!" Y te apartaban. Y hoy llega el crujir de estructuras y el rechinar de dientes, el valle de lágrimas. Pero todo tiene una explicación, que se recoge en el BOE, en el BOA, en el BOP y en los paramilitares de la verdad única que son los medios del pesebre. Esos, es verdad, no alarman. Bueno, en verdad les importa un pepino la verdad. Hasta que se den cuenta de que, ciertamente, en las arenas movedizas competir es complicado. Y necesitan una alarma, sin saberlo, porque las ideas no les despiertan, alejadas como están de sus confortables deambulaciones. Pronto, entre todo el entramado institucional (todo forma parte), estrenarán el catálogo otoño-invierno de los pretextos, de tejido tan leve como las medias que como velo televisivo aliviaban las costuras de la edad de Sara Montiel.

 

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