Los alcaldes de Huesca y el desnudo de la identidad

14 de Febrero de 2025
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Al final, lo conseguiremos. Existe una obsesión ideológica destructiva que logrará, ciertamente, que reformulemos la historia y nos creamos, por ejemplo, que el modelo festivo actual fue obra de cualquiera de los sobresalientes concejales -uno alcalde que fue- Acín y Escriche, cuyas aportaciones son tan indiscutibles como poco rigurosa es la atribución a nadie más que a Emilio Miravé de la raíz de todo. Eso es de primero de historia de San Lorenzo, y les recomiendo al respecto el libro que publicamos con La Parrilla, "Compromiso con Huesca". Un poco de lectura al día no provoca migrañas.

Tampoco es muy discutible que el Himno de San Lorenzo lleva la firma de José María Lacasa, cuyas acciones como primer edil fueron más que sobresalientes y transformadoras. O que Mateo Estaún Llanas auspició los mejores momentos del desarrollo económico de Huesca durante tres décadas en las que destacó como presidente de la Cámara de Comercio, cuyo edificio actual fue inaugurado en medio de su gestión en 1964. De Mariano Ponz, baste recordar, más allá de la firma del Hermanamiento con Tarbes, su munífica labor como médico reputado y respetado. Y de Vicente Campo baste leer la magnífica tribuna de Guillermo Marro que le ha calificado como el mejor munícipe de la historia.

Tengo para mí que, puestos a quitar los nombres del callejero, estaría bien que nos desprendiéramos del blanco y verde que impulsó Emilio Miravé, que renunciáramos al Himno de San Lorenzo o incluso a las fiestas porque son fachosféricas en su despegue, que quemáramos la Cámara de Comercio y todo aquello que decidan sus sectarias señorías. Y no me sirven las objeciones filosóficas que son de parte, porque sólo prejuzgan, juzgan y sojuzgan de un bando y olvidan las tropelías del otro, como si ser vencedores o derrotados condicionara el juicio moral de las acciones particulares, destructivas o armónicas.

No voy a entrar en las argumentaciones, aunque el peritaje me recuerda al conflicto entre las universidades de Huesca y Zaragoza en el siglo XVI, cuando el trágala zaragozano funcionó una vez eliminados los jurados imparciales y colocados los de la bandería propia hasta que les dieron la razón. Las razones, como en otras pretensiones como la de Ricardo del Arco, quedarían desmontadas en el debate no sólo doctrinal, sino histórico, y quizás ahí pudiera irrumpir una escala de grises que relativizaría la simplicidad de los acusadores e incluso enriquecería la visión de aquellas décadas ominosas en las que muy pocos pueden presumir -incluso alguno de los delatores anacrónicos que analizan con criterios y atmósfera social de hoy épocas pasadas en las que las circunstancias acompañaban, a veces fatalmente, a la esencia de los observados.

En este perpetuo y obsesivo revisionismo que debió quedar solventado en la Transición, ganan pocos, fundamentalmente porque viven de ello. Algunos, tuvieron la oportunidad de lanzarse con armas y bagajes contra el dictador, porque ya tenían edad, pero esperaron tiempos más propicios para aplicar una vara de justicia indiscriminada y, sobre todo, nulamente morigerada, sin otra balanza que la ideología y, en algunos casos palmarios, el negocio. Si somos consecuentes, puestos a eliminar las calles, renunciemos a las bondades que aquellos alcaldes, quizás podamos pensar que con vocación de servicio a su ciudad, propiciaron en esos tiempos de la dictadura bajo la que todos comimos, bebimos, dormimos y convivimos, aunque no nos gustara.

Seamos conscientes, eso sí, de que habremos de falsear la historia y vulnerar el rigor cuando alguien pregunte cómo nacieron las fiestas modernas de Huesca, quién compuso el Himno de San Lorenzo y creó el Orfeón o quién promovió el desarrollo industrial de la ciudad. En nuestra coherencia colectiva, habremos de opacar a los artífices. Curiosa forma de ejercer la memoria. Y de perder por el camino la identidad.

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