Alegrarse sin aristas, llorar sin pudor

21 de Agosto de 2023
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Se me ha rebajado el fervor. Y bien que lo siento. Por momentos, pensé en el Paseo Carlos Vidal (a ver si nos acostumbramos todos a ponerle nombre, y más uno tan merecido) que aquellos cientos de oscenses éramos una -cierta- representación de España. Que saltábamos, sufríamos y animábamos sin mirarnos la filiación, la afiliación, la religión o la condición. Y que todos estábamos imbuidos de un fervor patrio (en el mejor de los sentidos, el del Decálogo del Buen Ciudadano de Víctor Lapuente) sin dobleces, sin aristas.

Después de la euforia por el Mundial y del refresco tras el tedioso horno en el que se han convertido los días, paulatinamente aprecié lo difícil que es saber ganar. Quizás se deba a nuestra condición expresada por Antonio Machado, la del país en el que, de cada diez cabezas, nueve embisten y una piensa. El júbilo quedó empañado por el morreo de Rubiales a Jenny Hermoso -de un gusto atroz, por cierto, como tantos que vemos en la televisión sin pestañear-, por el género utilizado por Vilda para proclamar el campeonato y por las reacciones de la pléyade de políticos en aluvión de oportunismo y de locura. Y me preguntaba: ¿Tan difícil es unirse sin mirarse las costuras, sin poner aristas, en el triunfo? ¿Tan difícil es confluir aunque sea en la alegría? ¿Tan imposible resulta concebir que lo bueno es bueno independientemente de circunstancias periféricas? ¿Tanto duele interpretar, con naturalidad, con fluidez, que sólo la intención inocula veneno a las palabras?

Tras situaciones como la satisfacción de ver a un puñado de jóvenes muchachas alzar la copa de Campeonas del Mundo y hacer a los españoles Campeones del Mundo, me gusta regodearme en las tertulias y en los medios informativos. Reafirmar el orgullo. Esta mañana he salido hastiado entre los que han atizado a Rubiales y los que le han atribuido prácticamente el remate con la izquierda de Olga Carmona. Quienes han buscado torticeramente elementos de género para enturbiar el ambiente. Quienes han buscado incluso tres pies al gato de la presencia real. Y los que han recorrido los resquicios del rencor por aquella revuelta. Manuel Azaña lo definía muy bien: "Si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar".

La vida, en ocasiones, es mucho más sencilla que la manipulación abyecta con la que la retorcemos. En la victoria y en el dolor. En ese luto desconocido en el que Olga Carmona, inconsciente, homenajeó a su padre difunto dos días antes. La andaluza, en medio del campo, imposible de dimensionar la gloria que le rodeaba, imposible de concebir en medio de la algarabía la tragedia que le rodeaba. Llegarán días de silencio y entonces, sólo entonces, se dará cuenta de que tendrá derecho a llorar sin pudor porque, en clave becqueriana, ¡qué solos se quedan los muertos! ¡Y qué desnuda queda la verdad!

En llegando a esta pasión, que diría Segismundo en su monólogo, el volcán, el Etna hecho, pide la retirada hacia una serena resaca. En la satisfacción silenciosa, fuera del mundanal ruido. Recordando otra vez a Azaña: "En España la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro". Pues eso, mejor no leer, no vaya a ser que le pongamos obstáculos a la burricie.

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