El campo de mi abuelo

05 de Febrero de 2024
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Mi abuelo Antonio era un santo varón. Jamás le conocí enfado. Era hombre de pocas palabras, que encontraba en el campo su hábitat. Hasta allí íbamos con mis hermanos cuando éramos unos mocosos. Cuando el segundo empezaba a mostrar signos de hastío de la repetitiva faena de coger patatas, pongamos, el mayor le decía que, si iba a estar permanentemente quejándose, podía irse a cascarla, en versión fata (en Navarra la expresión, de verdad, era más fina). El aludido tomaba las de Villadiego pero mi abuelo, en misión cascos azules de la ONU, le retenía y recordaba que todos estábamos concernidos en la causa.

De mi abuelo, que en la guerra fue una persona protectora de perseguidos de ambos bandos, tenemos el recuerdo en fotografía llegando al bebedero con su borriquillo. No se le conocía acción virulenta más allá del sobo que le dio a una mula que coceó a mi hermano el mayor en la boca (a saber lo que le haría al pobre equino). Por tratar bien, hasta preparaba las pequeñas patatas cocidas -luego se convirtieron en delicatessen de barras, aún recuerdo por el 86 en el Hervi cómo los clientes se lanzaban a por ellas con alioli- para los cochos. Su único vicio era un helado de limón que chupeteaba hasta el último instante, cuando sobre el brazo derecho y en la misma mesa de la cocina echaba su pequeña siesta. Con tantos hijos (fueron hasta diez si la memoria no me falla) por la casa y unos cuantos nietos, no había descanso posible en la cama en aquella casa de Lodosa.

Su jornada laboral al estilo de Yolanda Díaz pero sustituyendo las 35 horas semanales por las diarias (permítaseme la hipérbole) arrancaba en cuanto salía el sol, cuando con su borriquillo y su carro partía hacia los campos. Los demás íbamos más mecanizados o en bicicleta. Con la interrupción de la comida, se extendía hasta que el astro se ponía en su ocaso. Mi abuelo, que falleció cuando yo frisaba la mayoría de edad, a finales de los setenta, no conoció la PAC ni tuvo jamás en su mano un cuaderno. Su trabajo se reducía a sembrar, plantar, cuidar y cosechar todo tipo de hortalizas. Sus herramientas eran la azada, el colquete para los espárragos y las manos. Cuando iba acumulando años, como sucede con el agricultor de regadío intensivo, su figura se iba agachando, cargados los riñones de tanta aglomeración de esfuerzos.

Mi abuelo, que apenas vivió un lustro de la Transición, no comprendía por qué una parte de la sociedad se echaba encima de los agricultores cuando salían a las carreteras a reivindicar unos precios más justos y unos costes menos onerosos, en aquellos años en que la crisis del petróleo había elevado la inflación desmesuradamente mientras el campesino no podía repercutirlo para seguir manteniendo su poder adquisitivo.

Mi abuelo, que no se hizo rico, consiguió con una familia numerosa, con sus caballerías, con su azada, con su cunacho, con su media luna para limpiar las malas hierbas, con su colquete y con sus barquillas una renta media aceptable y una hacienda moderada para que su multitudinaria familia tuviera oportunidades. Jamás hubo de completar un papel de la Política Agrícola Común ni tuvo que entregarse a gestiones ni papeles. De todo esto se ocupaba la cooperativa -bendito invento tan desaprovechado hoy- a la que llevaba los espárragos, las patatas, los tomates, las cebollas y otros frutos, mientras los pimientos, eso sí, se embotaban en casa, como Dios manda, para extraer el mejor sabor.

El agricultor, hoy, se ha convertido por efectos de la PAC y de la burocracia de una administración grosísima, en un esclavo de las tramitaciones, en un gestor de multitud de cuadernos, en un ingeniero de la trazabilidad y en un gerente de una economía imposible que, a través de anglicismos -que tampoco tendría obligación de manejar-, dan inmisericordemente números rojos mientras los productores foráneos recolectan pingües beneficios propiciados por una tolerancia rayana en vista gorda a su penetración en nuestro país, que erigen a los nuestros en profesionales de segunda porque sus oportunidades cabalgan en sentido inverso a las facilidades que tienen. O, por decirlo de otra manera, sus servidumbres son infinitamente mayores a las que debiera ser una competencia leal y justa.

Aquellos tiempos eran más sencillos. Todos a una, con naturalidad, con menos competencia y más colaboración. Aguantando las arremetidas en aquellos años de la Transición de una incomprensión social emborrachada de falso discurso ecologista, ellos que tanto mimaron el medio ambiente. Hoy, lo queramos o no, hay una división. No me atrevo a decir si lo de estos días es un 15-M del campo. Pero sí estoy convencido de que algo está sucediendo y cerrar los ojos es el preludio de cualquier desastre. Atribuir todo a la extrema izquierda o la extrema derecha es tan clarividente como lo fue en 2008 considerar que aquellos tipos y aquellas señoras en tiendas de campaña en el centro de Madrid eran unos extravagantes de corto recorrido.

Sería injusto acribillar a las organizaciones agrarias mayoritarias, donde conozco a personas tan admirables y tan reivindicativas que están fuera de toda duda en su lucha por dignificar el sector. Con más bagaje que quienes ahora están saliendo con sus tractores a las carreteras. Pero, cuando surge un movimiento de estas características aparentemente -Dios dirá si hay otras orientaciones- de la sociedad civil, uno de los errores más graves es ignorarlo. Corren vientos distintos en Europa y se aproximan a España. Y el mismo mensaje que Asaja, Uaga-Coag o UPA vienen repitiendo desde hace años, los mismos eslóganes, pueden adquirir más credibilidad en los nuevos agentes por los hados de la comunicación posmoderna que las estructuras ya consolidadas. Desde luego, mi abuelo no entendería nada de lo que pasa ahora. Pero es que jamás tuvo que llevar seis cuadernos al campo para apuntar cómo mimar y recoger los pimientos. Es probable, quizás, que aquello fue más natural..

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