Catorce versos libres para un soneto en la política

23 de Septiembre de 2022
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El hombre de negro que enviaron a aquella casa nuestra me espetó a soplamocos: En el grupo tienes fama de indisciplinado. Le relaté, en réplica, mis indisciplinas: trabajar sin fines de semana, sin completar nunca unas vacaciones, de sol a sol, sin límites... Ante la enumeración, rectificó: Bueno, que eres un verso libre. Cambió también el tono de mi respuesta. Sereno, le contesté: me satisface tener pensamiento propio, criterio, opinión. No soy un autómata.

Una suerte de cultura equivocada ha adulterado la partitocracia española. Libertad, libertad, sin ira libertad. En la Transición, al ritmo de Jarcha, cantábamos por una ruptura de las amarras, pero los aparatos de los partidos se habían impregnado de lo peor de determinadas influencias (para nada de la República, donde no era infrecuente la deserción de las prietas filas del monolitismo dentro de los grupos). Los expedientes disciplinarios combatieron el concepto de voto en conciencia. El que se movía era abatido. Las luchas internas por dominar las estructuras consentían prácticas abominables, que pasaban inadvertidas a unos medios informativos fascinados por los nuevos aires y que ya apuntaban maneras en su excesiva relación de cordialidad con los poderes (ahora es subyugación). En las querellas intestinas ante los congresos, votaban los muertos y los demás miraban hacia otro lado, porque también procesaban alguna picaresca. Se visitaba a los disidentes a sus casas en el pueblo y se proferían amenazas nada veladas. En otras fuerzas, las asambleas se rodeaban de intrigas y siempre ganaban los que estaban del lado de los jefes (he de reconocer, empero, que en la nueva Izquierda Unida hubo algunos revolcones importantes a la oficialidad).

Así se ha configurado este sistema de partidos que en nada se parece a la considerada democracia más antigua, la británica, donde los sufragios en conciencia no se consideran deserciones, sino prácticas amparadas en su vocación consuetudinaria, esto es, en su costumbre. En los últimos días, hemos asistido a tres episodios distintos de "versos libres". Así le han tildado a Emiliano García Page internamente por diferir de la línea sanchista, un político que no solo es coherente sino que está legitimado por el aprecio de su pueblo castellano-manchego. Se le han tirado a la yugular. También a Cayetana Álvarez de Toledo -que arrostra la misma definición poética desde hace años- por votar a favor de un 155 educativo para Cataluña por la desobediencia a la ley de la Generalitat, junto a Ciudadnos y Vox. Y una tercera es Macarena Olona, en plena pugna con Abascal y particularmente con Ortega Smith. Antes hubo de buscarse la vida Errejón. No entro en el fondo de la cuestión de cada uno, sí en la sistemática intolerancia a los posicionamientos diversos.

Es cierto que los partidos, como los clubes de golf y de tenis, tienen sus propias normas que los socios han de aceptar porque para eso se votaron los estatutos, fuera cuando fueren. Pero no son conscientes del daño que hacen a la honradez intelectual exigiendo una uniformidad nefasta, que anula toda capacidad de evolución hacia el pensamiento libre. En esta lucha contra la empatía, influyen los grados de mediocridad de muchos de los que están arriba, conocedores que los versos libres ofrecen mucho más talento que ellos. Por eso se me antoja que sería bueno avanzar en el criterio que representa ser verso libre sin temer a las consecuencias. Necesitamos un soneto que nos mande hacer Violante para que en la vida los ineptos se vean en un aprieto: como Lope de Vega nos legó por los siglos de los siglos, catorce versos dicen que es soneto. A ver si damos a la política alguna dosis de espabilina.

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