La Constitución zaherida por el autoengaño

06 de Diciembre de 2023
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Gabriel Cisneros, Miguel Herrero Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé, Manuel Fraga y Miquel Roca, los padres de la Constitución, consiguieron inspirar y elaborar un texto que fue refrendado por un 87,78 % de los votos de los españoles. Al criterio de los siete eximios políticos e intelectuales solventes, les secundó con buen juicio el conjunto de la ciudadanía el 6 de diciembre de 1978. No crean que es seguidismo, sino inteligencia colectiva la identificación de aquellas personas a las que merece reconocer el liderazgo. Compara uno la clarividencia de aquellos señores dotados de una intelectualidad aderezada por el esfuerzo y el estudio con las hordas de estúpidos que hoy quieren derribar aquel edificio de la Carta Magna y, sinceramente, dan ganas de exiliarse a esos países donde el Informe Pisa acredita como epítomes de sistemas educativos eficientes en Ciencias, Matemáticas y Lecturas, mientras que aquí una patulea de majaderos defiende que no, que estamos de puta madre -con perdón y en tono castizo-.

Leía hace dos días que una mayoría de los votantes de Sumar ¡y del PSOE! estiman que la Constitución ya no es vigente. Claro, cuando tienes como líder a Santos Cerdán o a Sira Rego difícilmente se puede esperar que tengas un puñadito de neuronas con la que discernir lo que significó la Constitución. Implica, sin ir más lejos, una incapacidad absoluta para leer de la historia, para acudir a las hemerotecas, para buscar referentes y concebir la importancia de un documento que bebió de multitud de fuentes democráticas y se robusteció con la flexibilidad necesaria para esquivar la vulnerabilidad de otras cartas magnas que fenecieron bien por sectarismo, bien por rigidez, bien porque los caprichos de la historia las arrollaron hasta hacerlas morir.

Una de las virtudes identificadas en todo el planeta de la Transición democrática estribó en que su Constitución había sido extraordinariamente versátil y había sido dictada para que tuviera letra y espíritu, para que la primera fuera adaptable y el segundo, sin embargo, irrenunciable: la búsqueda de la convivencia, de la libertad, de la tolerancia y de la ley como fundamento imprescindible del Estado de Derecho. Como tenemos la memoria tan débil y nos cuesta disociar la legitimidad y la legalidad, es posible el dislate que pudiera ocasionar la confluencia de intereses de los máximos representantes del país y de los principales enemigos de la nación española. Es decir, de lo uno y lo contrario, que no son sino la constatación de que nada hay más bárbaro en el ataque a la democracia como el debilitamiento de la coherencia que pasa por el respeto a la división de poderes (Montesquieu sigue vigente en todas las democracias liberales y es metafóricamente asesinado en los populismos).

Una de las lecciones consuetudinarias, y por tanto no escritas, de la Constitución de 1978 es que se puede adecuar a los tiempos con un proceso de reflexión, de diagnóstico y de consenso, pero que jamás puede ser sometida a la conveniencia de intereses espurios y puntuales cuyas concesiones no derivarán sino en un retroceso difícilmente reversible de las libertades y de la democracia, cuyo principio básico y fundamental es la invariabilidad de la esencia del Estado de Derecho: la ley es la ley y cualquier vulneración de la ley es una ilegalidad que deslegitima a quien la consiente. Si somos conniventes con la vulneración legal, hemos de aplicar la congruencia de admitir que todo el edificio democrático es susceptible de derribo y que todos aquellos que han sido beneficiados por la amnistía de los actos delictivos son extensibles a cualquier tipo de criminalidad, porque no hay corrupción de guante blanco y de guante negro, sino que toda la corrupción ha de ser equiparada en su proporcionalidad, sin excepciones. Admítase, por tanto, que igual que Puigdemont o Turull puedan ser amnistiados el Yoyas (ya lo ha pedido), Bárcenas, los del caso Palau, los de los ERES y los delincuentes de todo tipo, como lo serán los líderes del 1-0, Txapote o Mikel Carrera Sarobe que asesinó a Giménez Abad. Esos últimos están, con la inclusión del terrorismo en los supuestos negociados y que serán verificados por el salvadoreño de pro, en capilla para la liberación.

Por lo tanto, espetar que la Constitución de 1978 ha dejado de ser vigente no es sino una indignidad impropia de un mínimo proceso intelectual. Falsa de toda falsedad, tal afirmación es simplemente la constatación del sectarismo o de la incapacidad de discernimiento. Apenas resiste la prueba del algodón de las frases por pasiva, en las que alguien se plantea qué sucedería si el rival estuviera en la misma tesitura por pura sed de poder. Es una cobardía similar a aquellas que han precedido a los más negros episodios de la historia moderna, la de los fratricidios, las guerras y las limpiezas étnicas. Y, después, llegan los llantos y el rechinar de dientes.

De momento, la carta magna es la única esperanza frente a las pretensiones terribles de troceamiento del Estado, de destrucción del la independencia judicial y de desaparición del principio dei igualdad entre los españoles. Sí, así, en sentido estricto. Lo recordaremos -si se sustancia- cuando las comunidades menos favorecidas paguen la condonación de la deuda de los incumplidores con el crujido de los impuestos para sostener los servicios. Y, entonces, los acomodaticios y los interesados en buena posición económica callarán en medio de sus pensiones máximas y sus salarios paniaguados procedentes de los bolsillos de todos. A fecha de hoy, 6 de diciembre, sólo la buena fe y la honradez hacia el interés de España puede salvar esta horrible coyuntura en la que las minorías están marcando el paso a las mayorías, que debieran sentarse y mirar la cara a los ciudadanos. Que Dios proteja la Constitución o, por el contrario, nos pilla confesados,

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