La curiosidad y la invidencia

En las grandes ciudades, impera la invidencia, padecen de presbicia y miopía

25 de Septiembre de 2022
Guardar

Aquel director de un medio de cuyo nombre acordarme no quiero se sorprendía de que en nuestro diario publicáramos calabazas gigantes, enormes cebollas, patatas con formas extrañas, setas hercúleas o siluros colosales. Decía no concebir que eso tuviera algún interés para los lectores de ningún sitio del mundo. Claro, cuando naces en un barrio pijo de una población rica de una comunidad privilegiada, y encima vives en la macrocefalia, probablemente las cuestiones humildes te parecen fruslerías. Y, de paso, ignoras con desdén a quienes, ¡pobres de ellos!, acuden a un periódico convencidos de que su cosecha o su captura son una proeza. Que, desde mi perspectiva, lo es. Depende del prisma: yo soy nieto de agricultor e hijo de Guardia Civil, a los siete años iba a coger patatas con mi abuelo y a los diecisiete me dormía en la discoteca porque la jornada de vendimia me había dejado abatido.

En las grandes ciudades, impera la invidencia. Padecen de presbicia. Pronuncian grandes proclamas por la justicia social, la igualdad y otros discursos que tumban a Romanones y Castelar juntos, mientras pasan al lado de un pobre mutilado con un cartón pidiendo, o un mendigo en la puerta de la iglesia, o de sus pomposas empresas. Invisibilizados. Van tan envarados que resulta imposible mirar hacia abajo. Ahí podrían ejercer la coherencia y llevárselos a comer a su casa, tan solidarios ellos. También sufren miopía, y nuevamente se emplean a fondo en la oratoria del medio rural, de la discriminación positiva, de los estímulos fiscales, de la necesidad de vivienda y no saben que, en muchos casos, los lugareños se conforman con que les dejen morir en paz. A los pueblos van sólo si un restaurante les ofrece distinción para el selfi en las redes socials o si un sendero es, por su escasa concurrencia, punto menos que exclusivo. Si acaso, sonríen displicentemente con el habla del nativo mientras claman por el Día de las Lenguas, que, claro, les ofrece la oportunidad de figurar en un estrado para demostrar su amor incontestable por la diversidad. Ni una mala palabra, ni una buena acción. Su perspectiva es miope y de presbicia, y se quedan en la mitad, esto es, en la "medio-cridad", la cualidad de lo ordinario.

Alcanzo a atisbar, por empatía, que no entiendan que un medio de provincias publique un carnero que vuelve loco a las policías, o una cigüeña calada tras una tormenta, tampoco un perro extraviado, o un gato maltratado, ese exuberante ejemplar agrícola o esa cabeza de vacuno descomunal. Me lo decía hace unos días mi amigo Darío, que en Zaragoza se reían del episodio del carnero. Pero es que nuestro mundo de Huesca, del Sobrarbe o la Ribagorza, de la Jacetania o del Alto Gállego, del Somontano o el Cinca Medio, de La Litera o el Bajo Cinca, de Monegros o La Hoya, es nuestro universo. Donde se aprecian los pequeños matices de la vida, que nos hacen felices o nos entristecen. Por eso tenemos la tendencia a abrazarnos y a aplaudirnos, a recriminarnos lo impropio, a saludarnos con franqueza, a avisar si vemos un animal en mal estado, a socorrer al indispuesto y ayudar al marginado. Seguro que en la ciudad-Estado, como le llamaba José Manuel Porquet, hay muchos oscenses, turolenses y zaragozanos que utilizan su curiosidad para ser más atentos y mejores. Y suplen, con seguridad, a todos esos invidentes metafóricos que se solazan de su superioridad que tan sólo es económica o pretendida. Y, como decía Miguel de Cervantes, es necedad reír sin más.

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante