Acabo de ver "Dos vidas. Atentado en Sallent" y necesito imperiosamente escribir. Es bueno reposar los sentimientos, pero en ocasiones es imperativo expresar en el momento en el que están a flor de piel. Retumban sobre mis sienes las palabras del padre de José Ángel de Jesús, preguntándose sin respuesta cómo es posible que alguien asesine a quien no conoce. Es la abyección máxima, el odio en estado puro, la pulsión por destruir, el estado depredador de los animales.
Me vienen a la memoria aquellos tiempos de zozobra, toda una sociedad secuestrada por el terror. Aquellas miradas a los bajos de los coches de políticos y periodistas, aquella incomprensión a alcaldes como Elboj por demandar legítimamente seguridad a través de escoltas, aquella manta pesada de tristeza incontrolable, aquella ira, aquella furia, aquella impotencia. Sí, sentimos dolor, pero también miedo, mucho miedo.
Veo a Chapote y a Guridi Lasa e inmarcesiblemente aflora una pregunta que se contradice con mi condición cristiana pero se acompasa por la experiencia de vida de tantas décadas de enterrar a los nuestros, que no eran más que los pacíficos, los inocentes: ¿Tienen derecho a la vida? ¿Es justo que Irene Fernández Pereda y José Ángel de Jesús Encinas hayan sido desarraigados de esta tierra mientras aquellos crueles asesinos esperan ya apenas un lustro para ver la luz definitiva? Es paradójico, los buenos en la muerte eterna y los criminales al borde del nuevo alumbramiento a una vida de vinos (siempre han sido los etarras muy borrachos), mujeríos (puteros) y popularidad (recibirán homenajes de sus podridos pueblos).
Cabe, al paso que vamos, la espera de unos ostentosos homenajes institucionales en esas indecentes administraciones que son las vascas, corruptas se robe o no. Incluso, por qué no, es probable que Chapote, o Guridi Lasa o Aguirrebarrena, estos dos ya eludiendo entre risas de hienas los barrotes, acaben representando la soberanía popular en el Congreso de los Diputados. No es imposible, la experiencia dicta doctrina, que con los dedos ensangrentados consigan pulsar el botón que sigan borreguilmente mayorías parlamentarias, todo por la conveniencia y por el odio que son capaces de compartir a los rivales erigidos en enemigos aunque su naturaleza sea democrática.
Tengo para mí, con la legitimidad que me otorgan tantos entierros que a la vista está hubieran sido prescindibles con gobernantes menos rectos y más reductibles a la voluntad de los asesinos, que la derrota de ETA no es sino la proclamación de la dictadura de la conveniencia, aquella que anula cualquier discrepancia de un sentimiento crítico. Y sostengo que debimos ahorrarnos cientos de asesinatos como los padecidos por José Ángel de Jesús e Irene Fernández Pereda. Pero es que, además, para contradecir la hipócrita y ventajista oficialidad, estoy convencido, dentro de mi libertad de expresión y de opinión que a algunos les gustaría poner un coche-bomba imaginario -espero-, de que el último comando de ETA sigue riendo con la misma carcajada de alimañas asilvestradas que Chapote o Guridi Lasa, y se sienta en espacio central en el Congreso de los Diputados. No mata, pero no deja vivir.