Dmitry Sokolov es ruso. Sí, responde al prototipo cinematográfico. Dentro de su amabilidad exquisita, observa más que habla, perfila cada palabra para que no se le escape un solo detalle. Escudriña cada rincón. En La Confianza, ratifica una duda razonable para cualquier visitante. Sí, efectivamente, León Abadías pintó la bandera de rusia en el techo de los Ultramarinos.
Erguido, juncal como un torero retirado de los que se conservan en tipo, se coloca al sol -le gusta también este elemento prolijo en España- y, en medio de la Plaza Luis López Allué, responde a las preguntas. Con amabilidad, con gesto serio. El que corresponden a las circunstancias. Sonríe al hablar del Pirineo oscense que le encanta. El ademán se torna severo en su papel de ministro consejero de la Embajada de la Federación de Rusia en España. Confirma la calidez histórica en las relaciones entre ambos pueblos. Pero, llegando al momento presente, endurece el rostro cuando proclama solemnemente: "A Rusia no se la vence".
Ni es fanfarronada ni presunción. Es certeza y es la lectura de la historia. Hay pocos países en el mundo que se han visto obligados a hacer de la Defensa un modo de vida porque de él depende la supervivencia. La Rusia de la política de tierra quemada, la que frenó el avance de los tártaros, la que doblegó a golpe de sacrificios extremos a Napoleón y a Hitler sabe que en el sufrimiento está la victoria. Permítanme, sin frivolidad, una analogía: como Antonio Hidalgo y su Huesca.
En su expresión, es delineante de un discurso preciso, sin tibiezas, sin debilidades, marcando las líneas de la racionalidad. Es firme en su convicción: Rusia no es comunista, es una democracia, pero ha sido injusto el tratamiento desde Europa. Asoma en sus manifestaciones una cierta decepción por la falta de rigor de la UE. Yo le escucho, y luego lo transcribo. Cada uno tiene su escala de grises y a mí no me fascina Putin y, de hecho, quien me sedujo fue Gorbachov. Y, antes y después, ninguno (con Kruschev, rostro amable tras las barbaries de Stalin, apenas coincidió mi infancia hasta los tres años... luego desapareció súbitamente).
Frente a esta seriedad nos sentamos cada día en el teatrillo de la Unión Europea. Indeterminada, indecisa, incapaz. La palabra es incapaz, o si se quiere inepta, o si se prefiere, mediocre (recomendé a Sokolov la lectura de Mediocracia de Alain Deneault), incompetente, de tonalidad gris apagado. Si Ortega y Gasset renaciera cien años después, escribiría La Europa Invertebrada, porque igual que en 1921 se refería a España, la gran enfermedad de la UE es ella misma, su decadencia vegetativa.
Ya no voy a entrar en la estupidez manifiesta, sin edulcorante posible, de la pretensión de que sea Europa la que asuma los gastos de Defensa de cada país. Mancomunada le llaman Yolanda Díaz y Pilar Alegría, el dúo de moda. Esto es, que, además de la parte que hay que devolver de los Fondos Next Generation, asumamos más deuda con avioncitos, barquitos y tanquecitos, y que la paguen las dieciocho generaciones venideras. Recuerdo a un oficial del Ejército que hace un par de décadas me manifestaba su desesperación: "En vez de militares dispuestos a defender el orden y la democracia en guerras, parecemos enfermeras, con todo el respeto al valor de las enfermeras".
Independientemente de la tolerancia debida y convencida a todas las ideologías, definitivamente Europa no está preparada. Y hace falta tirar mucho de voluntarismo para rebatir esta posición. Ni sabe defender a sus agricultores de competencias desleales, ni a sus ciudadanos más vulnerables con sus políticas insolidarias, ni a las regiones con su ceguera ante el avance de los nacionalismos que hace más de ochenta años pusieron en jaque al planeta, ni a los países invadidos como Ucrania ni a los que padecen la inmigración de manera asimétrica.
Sé que voy a recibir respuestas muy europeístas, yo también lo fui y tengo un atisbo -quizás pueril- de esperanza de tornar a aquel ardor comunitario de 1986 y años sucesivos con Mateo Sierra, Joaquín Sisó o José Antonio Escudero como europarlamentarios, que era algo que nos parecía deslumbrante. Pero hoy Europa es una filfa comandada por un Macron que tiene a su país patas arriba y cuya comparación con Merkel produce rubor. De ahí para abajo, calculen el nivel.
Se han reunido atropelladamente porque creen que Trump y Putin les han hecho la pinza. Y hasta en eso están equivocados. Trump (o Trump-antojo como he visto en un chiste) y Putin sienten, simplemente, indiferencia, sabedores de que la Unión Europea es, a estas alturas, un puzzle que se va desmembrando precipitadamente, que no entiende las nuevas -e inquietantes- tendencias de crecimiento de los extremos y que, como un loro, no hace sino repetir idiotamente mantras que hoy no sirven, entre los que los Estados de Derecho y las democracias que le llevaron a la Unión al Nobel de la Paz están perdiendo razón de ser. Alguien, y no será esta banda de malos profesionales de la política porque en ningún oficio destacarían, tendrá que restaurar esto. Y, si no, lo hará el mundo multipolar que lo colocará en una esquina del tablero de las decisiones trascendentales. Da muchísima tristeza, pero todo pasa por la educación para que esta generación de líderes de barro no vuelvan a ocupar un solo espacio de relevancia. Un barniz de meritocracia, por favor.