"Porque nadie puede saber por ti. Nadie puede crecer por ti. Nadie puede buscar por ti. Nadie puede hacer por ti lo que tú mismo debes hacer. La existencia no admite representantes". Palabra del escritor argentino Jorge Bucay.
No es novedad, pero quizás percibimos por la cercanía de nuestra ciudad y nuestra provincia esta formulación tan pretenciosa como irreal: nosotros representamos a la ciudadanía, y como quien dice la ciudadanía alguien se atribuye quizás con buena intención la voz de la afición del Huesca o la de una asociación o de una peña. Afortunadamente, no se les conocen -salvo a algún incendiario por ahí suelto después de haber oprimido hasta la extenuación las ubres institucionales en otros tiempos- peores naturalezas que las de la ignorancia, que se reviste de riesgos para la democracia cuando se introduce la ideología.
Cuando se constituye una plataforma, una asociación o cualquier otro grupo y alguien se arroga la representación de toda una ciudad, una provincia o un país, no sólo está incurriendo en hipérbole, sino también en mentira flagrante. Ha sido una tentación en nuestra historia democrática, desde la proclamación de Manuel Fraga de que "la calle es mía" hasta los anuncios de aquellos sindicatos que todavía no habían alcanzado la paz social con los empresarios de que iban a quemar las calles, y a fe que allá por los ochenta montaban piras de periódicos y destrozaban mobiliario urbano. Luego se civilizaron. Es lo que tiene entrar en los despachos institucionales para el reparto.
Más allá de que se trata de una falsedad, simplifica la realidad y hasta la vida. ¡Es tan difícil incluso representarse a uno mismo como para pretender la absorción de la voluntad de los demás! Usted, querido lector, ¿no ha pensado en las veces en la vida en las que se ha representado a usted pésimamente? En esos ataques coléricos para responder a cualquier estímulo, en esos momentos en los que ha trucado el silencio deseable por el exabrupto, en las acciones en las que le ha salido un asomo de violencia verbal o física, en las reacciones inadecuadas en las que ha hecho daño a un congénere. En cualquier vicisitud adversa en la que ha respondido con gasolina a las llamas ambientales en la reacción humana. Alienándose de su ser y contemplándose, ¿diría que se representa? Lo dudo. Avergonzarse de la conducta de uno mismo cundo no ha estado a la altura es un síntoma de honradez intelectual.
Si yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo, que proclamara José Ortega y Gasset, ¿cómo alguien en el fervor de una batalla cuando menos discutible -como todo- de defensa de sus posiciones, de los árboles de todos o de determinados patrimonios de ciudad o universales, puede asegurar la ficción de que un puñado de individuos representan a una ciudad de 56.000 censados? ¿Acaso han preguntado a todos los vecinos? Tal reto -no voy a decir insulto aunque lo piense- a la inteligencia, de levedad en la dificultad de resolución, se responde apenas con pequeñas dosis de reflexión, porque la reflexión es un recurso que exige una gestión consecuente para llegar a todos los requerimientos del sentido común y de la metafísica. En el arte de recorrer los manifestódromos, algunos eslóganes incurren en una superficialidad absoluta.
Desconfíen de las proclamas gritadas desde el doctrinarismo, porque responden a un interés ideológico o a una simplificación del pensamiento. O a ambas cuestiones. Y piense, querido lector, como Ortega y Gasset. El egoísmo sano consiste en preservar la integridad de cada uno sin pretender imponer al prójimo, porque conservarla también es un ejercicio de libertad. Cuando alguien nos espete tal pretenciosidad, recuerde, simplemente, cuánto le cuesta representarse a sí mismo. Y escoja las compañías con el consejo de Santiago Ramón y Cajal: "Apártate progresivamente, sin rupturas violentas, del amigo para quien representas un medio en vez de ser un fin".