Mariano Olivera lo tiene todo controlado. Con sus compañeros, recogen a los inminentes tripulantes. Pasado Angüés, inician todo el ceremonial. Bajan la cesta y los globos perfectamente plegados. Encienden el fuego. La tela se va hinchando. Todo va según el guion previsto. Lo único impredecible es la reacción emocional de los ocupantes, normalmente eufórica por las vistas que se aprecian, o serenamente contemplativa. Luego, siguiendo el protocolo, brindan con cava, comen alguna fresita y almuerzan. Cada uno recibe su bautizo con un nombre de ave: que si el alimoche de Guara, que si el quebrantahuesos del Pirineo, que si el halcón de Angüés. Son ejemplos de posibles denominaciones.
Hasta la previsión meteorológica y los vientos están dentro del lote de la previsión. Incluso la calidad de las imágenes, fotógrafo bueno como es Mariano. Se va para arriba cuando la tendencia ha de ser esa, se baja cuando es preciso.
La política se ha dejado de sutilezas. Antes, los globos sonda servían para escrutar la reacción de la ciudadanía ante soluciones audaces o simplemente atrevidas. Algunas de ellas, extravagantes, otras más racionales de lo que la audiencia concebía. Era la manera de constatar si el riesgo merecía la pena. Posiblemente, el hecho de que el ambiente fuera más imprevisible motivaba estas tácticas.
Ahora, los globos sonda están exclusivamente destinados a avisar cinco minutos -metafóricamente- antes de la ejecución. Se dijo reducción de la sedición, y se hizo, casi en un suspiro. Se atisba malversación y seguramente se hará la voluntad del padre. Los medios informativos ya no son cajón de sastre sino cajón-desastre, sin más línea editorial que la que marca el arca institucional. Y, en todo el batiburrillo (qué razón tenía Isaac Newton cuando encuadraba la verdad en la simplicidad frente a la confusión), el ciudadano, aburrido, harto ya de estar harto, ni se para a pensar. ¿P'a qué? A rezar por si el globo está pinchado. Hoy, se empobrece hasta el pensamiento.