Ha muerto un buen hombre

15 de Diciembre de 2022
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Ha muerto un buen hombre. Mi hermano Chemi contestó, por wasap, de esta forma a mi comunicación sobre el fallecimiento de mi suegro. Me pareció un epitafio maravilloso. Sencillo, directo y tremendamente certero. En los obituarios periodísticos, envolvemos en epítetos hermosos las habilidades del finado. Merecen ese esfuerzo, como complemento de sus méritos y virtudes, pero en ocasiones rodeamos tanto de perífrasis el resumen de una vida que obviamos ese juicio terrenal que se reduce a esa expresión: Ha muerto un buen hombre.

Mi suegro ha sido un ejemplo. Resiliente hasta casi los 93 años en que ha visto su primera luz, nombrando por cierto en sus últimos instantes de su Alzheimer destructivo a varias personas apreciadas de su pasado, hablándoles a la cara en la dimensión que fuere. Ha padecido tres orfandades. La primera la de su padre y dos de sus hermanos en plena Guerra Civil, que él siempre atribuyó a las envidias porque en su casa humilde no había ideologías. Ahí quedó huérfano y responsable de buscarse las habichuelas, en un ambiente extremo de una familia destrozada. Encontró, no sin dificultades, la libertad y la liberación con su Pili, la mujer dentro de las mujeres de su vida. Con ella, soportó que la concepción no le diera ni un sólo hijo con el que cazar, así que se dedicó a cazar para vender conejos con los que calzar a sus cuatro bocas con buenos zapatos. Residieron en moradas humildes y, sin embargo, encontró los modos de supervivencia en la fábrica, en el río y en el monte. Y ese cine en el que proyectó miles de películas durante 38 años. El pluriempleo por autoimposición. Todo por la patria que es el hogar. Todo evoluciona y, ya en un piso de las promociones estatales de los tiempos de Franco, empezó a conocer la comodidad, mientras la familia crecía en edad y autonomía, las hijas se ennoviaban, se casaban... Nietas, el primer nieto... Todo fluía con naturalidad, él ya jubilado, incluso de la caza. Una vida sencilla. Al campo, un cafe al dia, algún vermú con los yernos, comidas familiares...

La Parca se cruzó para arrebatarle al sentido de su vida, su esposa. En el Hospital de Estella, la escena era desgarradora a la una de la madrugada. No quería despegarse del cuerpo de quien había sido su norte y su sur, lloroso, con voz pendiente de un hilo ese hombre de firmeza exigida, de fortaleza de carácter, incluso de genio cuando estimaba que algo no era justo. Ahí llegó su segunda orfandad, mucho más difícil de llevar, ya superada la setentena. No lo entendía, no era justo, estaba enfadado con Dios... pero no dejaba de acudir semanalmente a Misa, a cumplir con el precepto, a intentar hallar la vía de comunicación con la persona que anhelaba recuperar. Inundado por un manto de tristeza sin remisión, soportó un infarto y siguió con su espontáneo plan de vida, agricultura doméstica para dotar a las hijas de verduras y ya abandonada la recolección de caracoles y pesca de cangrejos. Seguía siendo ese hombre franco cuya intolerancia fundamental era a la doblez.

Recién cumplidos los 80, la tercera orfandad. Le dejó de lado la memoria, le robó incluso la consciencia de su Pili, y de sus hermanas, y hasta de sus hijas. Radicalmente. Quizás las maldades buscan la traición como método para arrebatar los patrimonios de la integridad de la persona. Alzheimer atacó con saña y asestó un golpe seco. Segó los recuerdos de cuajo. Y, a partir de ahí, Antonio vivió en una dimensión de la que apenas salía en algún arrebato de retorno a la realidad, hasta el apagón final. Han sido casi trece años en los que, curiosamente, nos ha vuelto a enseñar una lección de vida: concienciarnos sobre la severidad y la conveniencia de investigar una enfermedad cuya peculiaridad es que, al contrario que en las tómbolas, toca con bastante certeza a muchos de los que nos vamos acercando hacia estadios de senectud. Es lo que tiene el envejecimiento de la población, que estadísticamente la posibilidad de enfermedad neuronal se acrecienta.

La Huesuda le había acechado en reiteradas ocasiones. Le hospitalizaba pero no conseguía llevárselo. Fuerte como un roble,  ni siquiera ser huérfano de memoria le debilitaba. Primero las hijas, luego las monjas y profesionales de la residencia, le propiciaban la medicina natural para resarcir sus enfermedades y sus heridas, detectadas por complejos métodos y tecnologías de diagnóstico ante su dificultad para definir sus males y dolores. Esta vez sí, inopinadamente porque este martes le iban a dar el alta en el Hospital de Estella. Se desplomó por un precipicio que se apreciaba en su rostro, miró hacia adelante, saludó a cuatro o cinco personas de su pasado (¿qué hay realmente en el interior de una persona con alzhéimer?), y expiró. En paz con la vida, que tantos obstáculos le interpuso. Quizás para demostrar su valía en el dia del Juicio Final. Aunque estoy convencido de que ahí no hay otro veredicto que el de la eternidad, admitiría un epitafio como el de la tumba de Miguel de Unamuno: Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar, dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar. Antonio, que llega deshecho de su duro bregar, ya reposa bajo la lápida que le ha reunido con su Pilar Romero. Y el epitafio, no escrito, queda en el aire que rodea el camposanto de Lodosa: Ha muerto un buen hombre.

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