Cristina Pardo, visiblemente entusiasmada y profundamente respetuosa -al contrario de su compañero Iñaki López con su hiriente desprecio a las solemnidades vaticanas-, explicaba a sus compañeros de El Hormiguero que ella no pertenece a "esta cofradía", en alusión a la Iglesia. Tamara Falcó, hábil y ágil en la respuesta, replicó: "Todavía". Y a partir de ahí explicó la conversión de San Agustín.
Una peculiaridad adorna a la más universal de las instituciones del planeta: es el centro de todas las miradas, de muchas esperanzas -de los que somos cofrades, esto es, hermanos- y de no pocas imprecaciones de vándalos de la palabra que niegan la hoja voluminosa, inagotable, de servicios a la humanidad desde su perspectiva trascendental. La televisión pública, por poner un ejemplo, se ocupó fundamentalmente de los casos de abusos, de las finanzas del Vaticano y de otras maldades de las que, en momentos determinados, determinados individuos han sido culpables y determinados próceres corresponsables por mutismo o complicidad. El Papa Francisco lo reconoció y lo persiguió. El propio obispo Satué, en este momento, está en Brasil siguiendo la estela de una orden cuyo fundador fue acusado de aberrantes prácticas. Me gustaría a mí que los partidos políticos apartaran sus garbanzos negros del potaje coral con la misma coherencia y no con el "houdinismo".
León XIV abraza el pontificado con el escudo con que lo hicieron Juan Pablo II, Benedicto XVI o el mismo Francisco: el que ha de servir para ejercer su ministerio de servicio al mundo y principalmente a los más desfavorecidos haciendo caso omiso de saetas en forma de injurias, difamaciones y prejuicios. A Wojtyla, Ratzinger y Bergoglio les atribuyeron en el origen de su papado veleidades extremistas juveniles, con dardos envenenados y carentes de rigor. A Prevost Martínez el odio a la iglesia se ha centrado en dos vías: por un lado ideológico, la falsa acusación de cualquier tipo de connivencia con pederastia; por el otro bando, el satanismo progresista que se atribuía a Francisco.
Los papas, y León XIV no se apartará de esta aseveración, se rigen por la virtud. Por las teologales, la fe, la esperanza y la caridad. Y por las cardinales, la fortaleza para resistir los embates, la prudencia en la apreciación para no errar, la templanza para responder y la justicia como obligación autoimpuesta para predicar y practicar el mensaje del Evangelio. A partir de ahí, brillan sus condiciones de referentes éticos de la humanidad y defensores de los derechos universales que empuñan la vara de la democracia y los Estados de Derecho.
Robert Francis Revost asume la compleja encomienda de recoger el legado admirable del Papa Francisco, perpetuarlo, proyectarlo y, en la medida de lo posible, mejorarlo. La Iglesia tiene una peculiaridad en su desprendimiento: su voluntad de ser redil en el que se cobije toda la humanidad dentro de su libre albedrío, los que parten desde fuera y los que ya estamos en el interior. En ocasiones, egoístamente o con razón, los cristianos nos quejamos de que nos mima menos que a los externos que quiere atraer, táctica tan perenne que inspira incluso a las operadoras telefónicas o de distribución de energía. Y, sin embargo, todos estamos concernidos por la llamada a la generosidad y a la misericordia, a enviar el corazón a quienes manifiestan oquedades en el corazón y en el alma.
Si tuviera que oponer un breve pero al bueno del Papa Bergoglio, sería una apreciación que a mi modo de entender pecó de falta de dimensión. Concentró, con criterio y grandeza, sus viajes y parte de su mandato en los países más desfavorecidos. Y probablemente no contempló una realidad: muchos de ellos son más ricos espiritualmente que el materialista mundo híper tecnológico y superficialmente caudaloso. Probablemente, León XIV haya de valorar esta sutileza, y es que a los efectos de la evangelización estamos más necesitados en la vieja Europa desprendida de su trascendentalidad o en los Estados Unidos atiborrados de capitalismo. Pero esa es una cuestión que hemos de dejar al docto entender del Papa. Una figura a la que no se da, en la miseria de la confrontación, ni cien segundos de cortesía, pero que se abrirá con su clarividencia el camino de la luz y la verdad hacia los corazones de los cristianos y de toda la humanidad.