Aquel día de 1986 un empresario nos llamó por teléfono. En la zona industrial de Martínez de Velasco hay un enorme bache, tanto que podría pasar por cráter lunar. De forma inmediata, enviamos a Víctor y realizó la fotografía. Por ser cuestión aparentemente menor, el artículo salió publicado a los dos días. Antonio Álvarez-Matallana, avezado edil de aquel consistorio repleto de buenas gentes y mejores ciudadanos en gobierno y oposición, me llamó por teléfono: "Yo no veo ningún socavón en esa calle". Tiene su humor canario el autor de la por entonces aclamada frase de "Voy como cagallón por cequia", en alusión a las exigencias de su concejalía. Era cierto, ya no había irregularidad en el firme. Alguien había visto a Víctor y avisado al Ayuntamiento. El resultado, que para cuando impregnó el papel ya no había caso.
Aquellos tiempos eran distintos en todo. No sólo los políticos, sino también los periodistas pisábamos mucha más calle. Los gabinetes de prensa de las instituciones eran casi inexistentes (el gran Fernando Herce en la Diputación y el gran Luis García Núñez en el Gobierno Civil eran los únicos exponentes) y, por cuestión de medios (las Olivetti no tenían la función de copia-pega automático), la dependencia no era tan abrumadora como ahora, cuando las estadísticas rezan que más de un 30 % de los periodistas ocupados rinden su servicio a administraciones, entidades financieras o empresas. Cuando llegaba agosto con el poslaurentis, sobrevivir a la ausencia prácticamente total de concejales por vacaciones constituía todo un milagro, un prodigio cuando menos.
Recuerdo a Enrique Sánchez Carrasco contarme que, en el equipo de gobierno de un ayuntamiento, tenía que haber un ingeniero que dirigiera todo, un arquitecto que estableciera la estructura, un artista (ese era Pepe Escriche) para la cultura, un contable para la hacienda, un trabajador social para estos menesteres de atender a las personas desfavorecidas y al menos un edil que quemara zapatillas. Si fueran más, mejor. En aquellos tiempos de Domingo Martín Catalán (al que en sus carreras ultramaratonianas de 100 kilómetros que ganaba mundialmente le duraban una prueba y media), ese era el paradigma: el concejal que cambiara varias veces de bambas (¡qué bonito término!).
No era, ni mucho menos, el comodín ni tenía un cometido que mereciera una minusvaloración. Al contrario, el bueno de Enrique (que como alcalde pudiera ser discutible, como ciudadano y pensador era un modelo) decía que era el fundamental. El que de verdad miraba a la cara al contribuyente, el que le escuchaba y el que le solucionaba el bache, el desperfecto en las farolas o el problema en el Parque.
No, no tengo nostalgia de aquellos tiempos que eran tan imperfectos como cualquiera. Si acaso, produce melancolía recordar el ambiente de los plenos, porque es fácil de imaginar para quienes conocimos a aquellos 21 probos ediles que medían cada palabra para no provocar rupturas por malsonancias y exabruptos. Su relación personal era buena, por más que defendieran con entusiasmo sus posiciones -por cierto, bastante más políticas de verdad que ahora-, y es que en cabeza estaban tres grandes hombres pactistas como Enrique Sánchez Carrasco (PSOE), Ricardo Oliván (AP) y Ángel Lumbierres (PAR). Discutían, pero, con tal dimensionamiento, que salían del pleno y tomaban un café o lo que fuera menester. La ciudad era la prioridad.
Es curioso. En aquellos años de Transición, que salíamos de una dictadura, el afán de concordia era tal que se allanaban todos los problemas. Cuanto más nos hemos conocido, menos nos hemos amado y hasta podríamos coincidir con Groucho Marx cuando proclamaba que no es la política la que hace extraños compañeros de cama, sino el matrimonio. En las instituciones donde se debate, a todos se les ve venir, y el nivel de virulencia verbal es en ocasiones insoportable y siempre esterilizante.
No es que en las ciudades no hubiera desperfectos y suciedades, pero al menos reconfortaba tener un José Mari Gella que, con su afabilidad imperturbable, recorría la ciudad recogiendo inquietudes y quemando zapatilla. Esta necesidad no es exclusiva de la capital, sino también de cualquier urbe de la provincia. No es preciso que se empleen tanto como el gran Felipe, el alcalde de Abiego que desinteresadamente era el jardinero y mantenedor del pueblo, pero al menos necesitamos la creación de concejalías de camineros que reporten y exijan al ingeniero municipal, alcalde o alcaldesa. Porque se hace camino al andar.