Mark Twain sabía de lo que hablaba. Tanto, que ni siquiera se llamaba así. Su identidad real era Samuel Langhorne Clemens. Y también llevaba a la hipérbole falsaria a algunos conspicuos literatos como Hemingway, que no tuvo empacho en sostener que toda la literatura norteamericana moderna procede de Las Aventuras de Huckleberry Finn, que todos los textos emanan de las divertidas peripecias de la secuela de Tom Sawyer. Twain era lo que ahora, coloquialmente, definiríamos como un cachondo. Aseguró que hay hay tres clases de mentiras: La mentira, la maldita mentira y las estadísticas.
Dentro de las últimas pero con categoría propia, nos encontramos con una cuarta: el IPC, el Índice de Precios de Consumo, cuyas inexactitudes conducen a la población al desencanto y el enojo porque no se atiene, para nada, a la realidad. Salvo que la ministra Calviño compre en algún supermercado chino de los subterráneos de Madrid como aquel famoso de la plaza de España, no puede sostener seriamente, mirando a los ojos a los españoles, que la cesta de la compra ha crecido no ya un 6,1 %, sino tampoco un 10 o un 15. Para afirmarlo, es imprescindible no asomarse a una frutería, una pescadería, una carnicería, un supermercado o una tienda especializada. No tomar en las manos ni un sólo ticket, ni pagar jamás salvo con orejeras puestas, con tarjeta y sin justificante.
Y la cuarta mentira, de hecho, ramifica en las acusaciones a los productores en origen, a los distribuidores, a los supermercados, a la cadena o al maldito Putin invadiendo Ucrania, porque la sucesión de aumentos del IPC es brutal en sentido contrario a las actualizaciones de los salarios que no sean de funcionarios o de pensionistas. Y, en esas, la única verdad que está vetada es la de que, poco a poco, nos vamos empobreciendo salvo algunas clases concretas y privilegiadas. Negarlo es la quinta mentira. Y no convendría tentarla porque ya se sabe que las mentiras tienen las patas cortas.