Las máquinas nos echan

Sólo leer nos puede salvar de los efectos de la robótica sobre el desempleo y una educación deshumanizada

01 de Agosto de 2022
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El primer paso hacia un hábito es la aplicación acrítica de una conducta. La asumimos como natural. Se convierte en un automatismo. Así, sin que siquiera un ángel se cruce por nuestro cerebro para llamar la atención de que quizás, sólo quizás, algo sea inconveniente. A partir de ahí, la reiteración anula la reflexividad e incluso, más que un hábito, se erige en un tic existencial. Un invisible a nuestra condición humana, la que nos diferencia del resto de los seres vivos. La resistencia, la única, es leer. Leer sin denuedo. Para entender que existen otros mundos y están en este. Y que en los libros está la salvación de las civilizaciones, como acertadamente ponen en boca de sus personajes Luis Zueco en El Mercader de Libros e Irene Vallejo en El Infinito en un Junco.

Anoche, cuando salía de mi larguísima -y felicísima- sesión vespertina de EL DIARIO DE HUESCA, pasé frente a un gran establecimiento de comida rápida y me detuve. No sé exactamente por qué lo hice. Todas las noches hago el mismo recorrido y no me detengo. Pero saltó a mi observación la imagen de una familia pidiendo a una máquina su cena. Exactamente igual que yo me dirijo a Raúl, Elena, Nordin, Belén, María José o Pascual. En lugar de la viva voz, el pedido se formalizaba digitalmente, esto es, con el dedo. El personal humanoide esperaba, bostezando, en la barra. No sé si se podían dar instrucciones de viva voz. Probablemente sí. Casi es un alivio. Hablar aunque no te escuchen. En mi lid con una operadora telefónica hace unos días por un incumplimiento flagrante, quizás en lugar del wasap me hubiera aliviado que al menos pudiera ejercitar mis cuerdas vocales.

Hace unos días, un empresario cuyo humanismo está fuera de toda duda identificaba en la tecnificación la solución final a sus problemas para encontrar personal. Es probable, e incluso bastante posible, que en un futuro próximo esta desidia, que va desde presidentes del gobierno hasta demandantes de empleo a lo Loewe (si no me gusta la fragancia, ni siquiera me visto para la ocasión), desemboque en que nos arrepintamos de esta flojedad colectiva. De esta pereza que empieza a ser consustancial. De este desprecio a los valores que configuraron nuestro carácter para abrazarnos a otros acomodaticios porque no nos hacen pensar. No nos duele la cabeza. Si mi amigo el empresario, haciendo de la necesidad la virtud que no desea, cambia máquinas por personas, se resentirá el espíritu de su negocio y mermará su plantilla. Habrá más chips y menos ojos.

Hace unos años, en el SIE organizado por Sergio Bernués, escuché a Macarena Estévez advertir de las premoniciones de la Universidad de la Singularidad. En el año 2045, la robótica y la tecnología se habrían apoderado del mundo y los humanos podríamos incluso tomar el café con un brazo biónico. Con más profusión, con total clarividencia, Helena Guardans nos desgranó en Barbastro tras su formación en el citado centro estadounidense el planeta que se nos avecinaba, con una población activa de un 30 % del total y el 70 % restante subsidiada con aportaciones humildes para sobrevivir. Para pastar. Para yacer. Todo en ciudades verticales por la sostenibilidad, con taxis voladores y una realidad hoy distópica, mañana cierta. Leer al coronel Baños en El Dominio Mental es inconveniente para quien prefiera no saber, o para quien lo mira desde la perspectiva de un dogmatismo sin preguntas. El proyecto BRAIN, que puso en marcha la administración Obama promovido por el neurocientífico español Rafael Yuste, nos explica los riesgos de que la máquina que se convierte en cerebro se apodere de nuestro pensar y de nuestro sentir. Hasta tal punto que el madrileño demanda la declaración universal de los derechos de ese músculo que, con sus conexiones desde nuestra techumbre corporal, induce nuestra vida.

No, no se dejen engañar. Es falso que la robotización, la automatización, no vaya a afectar a nuestras oportunidades de trabajo. No me imagino yo al "de la pastuqui" -expresión favorita de un rector financiero de un medio cercano- resistiendo la tentación de cargarse a todos para sustituirlos por máquinas que no se le rebelen, no cobren y, sobre todo, no piensen. A su antojo. El buenismo es malísimo y los oscuros despachos en los que se rige al planeta, que trascienden la memez prolija de los gobernantes que no son sino títeres cuyos hilos mueven aquellos, están más cerca de su objetivo. Otro mundo es posible y, tristemente, está cada vez más aquí. Salvo que haya, como el libro de Marco Pascual, una rebelión de los complacientes.

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