Escribió Orison Swett Marden, fundador de la revista Success Magazine, que la economía consiste en saber gastar y el ahorro en saber guardar. En materia pública, no conviene presumir ni de lo uno ni lo otro salvo que esté sustentada la presuntuosidad en sólidos fundamentos argumentales.
Ahora mismo, se anuncia pomposamente, con timbales imaginarios, que España va a protagonizar el mayor gasto en Defensa de su historia, y tan grande es la gesta, tan indiscutible su valor... que no se va a pasar por el Parlamento. En democracia, como en la vida, las formas importan y mucho. Y además dan al gobernante la sensación de seguridad en sí mismo que se supone a un líder. Si el gobierno no pasa un asunto tan trascendental por el legislativo, está incumpliendo la distribución de poderes que caracteriza al Estado de Derecho, por un lado, y está usurpando a la ciudadanía la posibilidad de influir en la política a través de la opinión pública. Tanto una realidad como la otra son inquietantes.
Más allá de que esta decisión desnuda la raquítica cultura de la Defensa en España y en sus gobernantes desde hace muchos años -no ya por este ejecutvo- fruto de una simplificación desde pensamientos divergentes, la realidad dicta que esos miles de millones de euros, que se sustancian por las exigencias internacionales más que por la voluntad del gabinete Sánchez, van a repercutir negativamente en otro tipo de programas y políticas, entre ellas evidentemente las que tienen que ver con los servicios sociales y con la financiación autonómica, a la que ya no cabe una tirantez más entre las imposiciones de los independentistas y las imbecilidades doctrinarias que derivan en derroches superfluos mientras aún no se ha establecido mecanismo alguno para la Ley ELA, entre tantas y tantas carencias.
La formulación "el mayor gasto de la historia" precede a una gestión plausible o a un fiasco considerable. Baste recordar la pomposidad con la que se lanzó a los cuatro vientos el mayor contrato de la historia en el transporte sanitario por parte de la entonces consejera Repollés, que se entregó a una empresa de discutible reputación y que ha concluido en una ampliación de la dotación hasta superar la duplicación de la consignación presupuestaria compatible con una merma en los servicios (sólo a través de la suelta de la faldriquera institucional se han solventado algunas lagunas) y con un empeoramiento constatable de las condiciones de los trabajadores. La letra pequeña no había sido analizada en aquella inconsciente proclamación y ahora llega el rechinar de dientes.
En la ceremonia de la confusión en la que están sumidos estos acríticos tiempos, parece como si gastar fuera sinónimo de esfuerzo inteligente, y no lo es. Si las mascarillas defectuosas salieron a doblón, ¿por qué no pueden ser una filfa los lanzagranadas o los tanques fabricados por Pepe Gotera y Otilio? Las apariencias, hoy, casi siempre engañan y se rodean de "sobrinas" porque la ética ha quedado enterrada en el fondo de las miserias de unos y los silencios de muchos.