Que los tiempos tienden a enderezar las situaciones de caos, de entropía, es una visión bienintencionada que funciona siempre... o no. Incluso una expresión amplia de la historia, como la que pronuncia sobre el devenir de las civilizaciones empantanadas en la desgracia de pandemias y guerras la vieja del pueblecito leridano de Berga en El Mensaje de Pandora de Javier Sierra, que aventura que siempre acaban en periodos de florecimiento renacentista, está sometida a la inquietud.
El desembarco de Giorgia Meloni en el palacio del Quirinal ha sido acogido con desagrado general, alegría en la parte de la derecha extrema o extrema derecha (las cuestiones terminológicas no solventan los problemas) y poca reflexividad. Apenas se ha cobrado una víctima, Enrico Letta, mientras otros se aferran a la silla en Italia. La universalidad de los comportamientos es sorprendente. Nada diferencial, quizás sea por el carácter latino, respecto a España.
La sultana Aixa es de una actualidad permanente. No llores como mujer lo que no supiste defender como un hombre, que le espetó a Boabdil cuando hubo de entregar Granada. Más allá de la inconveniencia de género de hoy, las democracias europeas son plañideras inconstantes que prefieren el corto plazo a la reflexión larga, la meditación profunda, la observación. Si acaso, pronuncian grandilocuencias con más mata que patata, autocomplacientes para salir al ruedo de cada día como los caballos de los picadores: con los ojos vendados.
Los populismos, que León Buil y un grupo de dirigentes políticos de distintos partidos ya atisbaron hace más de treinta años, se nutren de un descontento que no halla consuelo en la propaganda de las fuerzas democráticas, cuyo combate en el mismo terreno que aquellos les revela manifiestamente inferiores en el aparato propagandístico. Todo pasa por la educación, pero los gobiernos prefieren edulcorarla, reducir la exigencia, devaluar la memoria, castigar las humanidades sin hallar sucedáneos en las disciplinas técnicas. El resultado, en muchos países del viejo occidente, o del occidente viejo, es un aluvión de jóvenes con rentas básicas o en el mejor de los casos con sueldos mileuristas, apartados de facto de los derechos constitucionales a la vivienda digna o al trabajo, utilizados como expresión de un consumo responsable al que no tienen acceso porque solo las grandes corporaciones les ofrecen productos al alcance de sus bolsillos. Mientras, los ejércitos de funcionarios o de viejos trabajadores de los servicios les miramos displicentemente como si fueran unos inconscientes, unos insensatos... Se les suman los mayores de 45 años, en riesgo de exclusión laboral también por la vía de la pragmática. Sin soluciones, con estructuras del estado insostenibles, las pensiones en el hilo, las energías inalcanzables, el Estado de Bienestar una ficción, llega la Meloni de turno, o el Orban, o cualesquiera de los populistas de derechas o de izquierdas, que tanto monta-monta tanto, y se comen la tostada electoral. Terreno abonado al desencanto y la desafección. Y a los liberales y socialdemócratas, a los conservadores y socialistas, a los verdes y los azules y los rojos, se les queda cara de pasmarotes.
Bien es cierto que luego llega la hora de la verdad, uno se sienta cómodamente en el sillón del Quirinal, le coge el gusto y quizás hasta busque hacer dinero para comprarse una casa en Galapagar o un dúplex en la Castellana. Esta mañana escuchaba en La 1 la trinidad de Meloni: conservadora en los derechos sociales, liberal en la economía y escéptica respecto a Europa. Eufemismos, pusilanimidad. Mucho más radical, o extrema. Pero es cierto que puede acabar así. De momento, la soberanía de los italianos hay que comérsela con patatas fritas -lo contrario sería incurrir en nuestro propio populismos- y recordar dos viejos aforismos. El primero, de mi padre, que nos decía para atemperar nuestros excesos que, quien de joven come sardina, de viejo caga la espina. Y el otro, muy castellano, que cuando las barbas de tu vecino veas pelar...