Premios sin premio

18 de Diciembre de 2022
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Me voy a meter en otro zarzal. Soy como la película del Lute: o camino o reviento. Si camino, respiro. Si callo, reviento. No me da mi sistema de valores para acatar las convenciones sin reflexión y, en consecuencia, sin palabra. Soy muy ciceroniano en esta convicción (ya me gustaría serlo en oratoria): La justicia no espera ningún premio. Se la acepta por ella misma. Y de igual manera son todas las virtudes.

En mi anterior etapa profesional, que no se borra ni con todo el típex del mundo (aunque lo pretendan), me resbalaban los "multipremios". Se me puede achacar que estuve en la concepción y desarrollo del concurso de los Altoaragoneses del Año durante toda su trayectoria hasta su declive final, pero había una circunstancia diferencial. En cada categoría, había un 1, un 2, un 3, un 4, un 5, un 6, un 7, un 8, un 9 y un 10. Y lo decidían los lectores (¡aquel año de las ochenta mil papeletas con Cristina, Elena y Diego desarbolados por la intensidad de paquetes y paquetes de votos!) Oh tempore, oh mores. En lo más alto del podio, primero en el Sotón, luego en el Abba, quedaba uno. Uno, no siete. Y cuando se instituyó el Altoaragonés de Honor, era uno (bueno, con Carlos López-Otín y Elías Campo, dos pero el foco meritorio era unívoco por su investigación sobre el mapa genómico de la leucemia linfática crónica).

Acudía entonces con cierta frecuencia a galas humildes y admirables. Reconocían la trayectoria profesional del diario y Pichichi era más de trabajar que de recoger los galardones que ganábamos gracias a él y su irrepetible dirección de equipo deportivo. Asomaban los postres y te llamaban, y tras de ti otros siete, ocho o doce con el mismo reconocimiento. Con idéntico argumentario. Y, desde ese momento, no es que se devaluara la placa que recibía yo, es que se depreciaba la del resto de compañeros en quienes concurrían quizás más, o quizás menos, servicios a la causa que los de nuestra empresa.

En esa fase de mi oficio, y en la nueva también, he sido agasajado incluso en exceso para mi opinión. Jamás, hasta hace un mes, me había presentado a un premio. Paradojas de la vida, no me lo han concedido con el mismo trabajo con el que sin conocer a nadie me lo otorgaron en Periodistas de Navarra (el trofeo del rey Teobaldo me mira ahora mismo), pero era algo que esperaba tanto que, para qué engañarnos, había concurrido para ratificar mis convicciones de que ni con un texto de David Gistau habría arrancado ni un séptimo accésit. A veces, los jurados son dudosos.

De todas las loas que se han ajustado a la grandeza de la obra en vida de Antonio Angulo Araguás (con el que compartí, codo con codo, 25 años y 99 días profesionales), la última es la que me ha dejado más frío. Entregar premios es un acto volitivo, y en la voluntad no siempre está la dimensión ajustada. No me cabe duda de que la Comarca de La Ribagorza -con toda su buena fe- ha querido ser magnánima y por eso ha incorporado a otros profesionales de la comunicación comarcal, algunos de los cuales quiero y admiro. Pero el totum revolutum sólo contribuye la evanescencia de las distinciones, que quedan amalgamadas en una masa informe en la que no se distingue cuál es de cuál, con lo que no se es justo con el uno ni con los otros, en unos casos por defecto, en otros por excesos. Por intentar comprender a la institución, me amparo en esa idea del libanés Khalil Gibran que escribió que hay quienes dan con alegría y esa alegría es su premio. Hay más días que longanizas (incluso en Graus) para agasajar al resto y la indiferenciación aturde la racionalidad. Uno nuestro, uno castizo, Camilo José Cela encontraba el consuelo al que me aplico: El premio de quienes escribimos duerme, tímido y virginal, en el confuso corazón del lector más lejano. A ese atisbo encomiendo mi confianza. Antonio, 'you are the only one'. El único.

 

P.D.: No empecen estos comentarios para que el periodismo comarcal, el de corresponsal, no merezca un monumento. Que lo merece. Siempre y en su contexto.

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