Un responso por la reina somarda

08 de Septiembre de 2022
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Competir con la erudición regia sería símbolo de estulticia por mi parte. Tampoco creo que haya nadie entre nuestros lectores que piense que vamos a redactar una hagiografía de la reina Isabel II del tenor de Jaime Peñafiel, o de las especialistas documentadas de ABC o de Hola. Ni siquiera extraer las debilidades oscuras con las que puede ensañarse -legítimamente aunque no sea piadoso- un sector de los medios de comunicación reacios al régimen o simplemente a la casa de Balmoral. Ese pedazo cachondo que es Peter Ustinov replicó en una entrevista que la última voz audible antes de la explosión del mundo será la de un experto que diga: es técnicamente imposible. Pues eso.

Y, sin embargo, la vida nos demuestra que todos los seres humanos somos de carne y hueso (algunos somos mucho más carnosos y otros tienden a huesudos) y que, en nuestras peculiaridades, somos capaces de esgrimir concomitancias entre plebeyos y coronados, porque en el segundo a segundo de nuestras vidas concurren tantos gestos, rictus, palabras, pensamientos, sensaciones, hormonas y neuronas que pensar que la sangre es realmente azul es tanto como interpretar que la tierra es plana (hoy he visto la fastuosa exposición Otros Mundos de la Caixa en la plaza de Navarra y me ha sobrecogido al apreciar mi pequeñez). Bien es cierto que Marte me ha parecido hoy la sierra de Jubierre, con lo cual se han disparado todas mis incertidumbres y dudas metafísicas (¿y si Michael Benson se la ha colado doblada a la Fundación, a la Nasa y a la Agencia Espacial Europea?). No sé yo si Galileo estuvo adecuadamente perseguido...

El caso es que, leyendo curiosidades en torno a la difunta reina madre (de sus hijos), que la que tenía mayúsculas era la Bowes-Lyon, he constatado un cierto carácter somarda de Isabel II. Cuando alguien, en una reunión, soltaba una inconveniencia, la monarca del puño de hierro espetaba: "Fascinant!" El tono displicente la trasladaba inmediatamente a un bar del coso de Huesca o del de Barbastro, con un castizo local soltando con mirada condescendiente: "¡Sí, de cojón!" Es peor ese lenguaje corporal de aquí que la egregia impavidez de una reina.

A Isabel II, 96 años después, se le ha caído la tostada por vez primera del lado de la mantequilla. No dejaba que nadie untase su tostada (en ningún sentido). Y tampoco que el servicio pasara la aspiradora antes de las 8 de la mañana. Aquí aprecio otra proximidad, porque me enervan los currantes que deciden antes de esa hora que, si no duermen ellos, no duerme ni Dios. Sin ir más lejos, los cuidadores de nuestra zona de piscina acuden siempre tempranísimo y le dan al off de los succionadores cuando me levanto. Cuando salgo hacia la media noche, me dan ganas de ir a sus casas a cantarles el God Save the Gracious Queen con voz de Tamara Seisdedos.

No, no hay tantas diferencias. Sobre todo cuando ya se preparan las exequias fúnebres y la altivez deja paso a la horizontalidad. No tengo claro si le pondrán encima sábanas de hilo y mantas de lana, que eran su predilección. Y si le darán antes del descanso eterno un baño con agua fresca matinal y otro con chorro cálido vespertino, con el patito amarillo que le acompañaba en el baño. Ya no escuchará los cotilleos que tanto le deleitaban (otra españolidad más), ni expondrá la mirada glacial cuando alguien le incomode. O la pícara cuando un empleado da muestra de resaca. No le queda vista para las resacas, ni ínfulas para montar a caballo o para relajarse con el jazz. Dicen quienes la conocieron que echarán de menos sus ingeniosas imitaciones como las de su santa -ortodoxa- mamá, que todos tanto han reído. Aunque, cuando alguien apela al talento de un superior, me acuerdo siempre de "La loca historia del mundo" de Mel Brooks y el latiguillo permanente de Luix XVI: es bueno ser rey, y el lacayo sostenía el balde con su orina.

Es incluso probable que alguien tenga la infausta tentación de vestirla para su último viaje, ahora sin sus "corgies" (ha tenido 30 canes de esta raza), de negro, ella que tanto amaba el cromatismo incluso extremo.

En este momento terrible para la familia, con un hijo que tiene prácticamente los años que ella ha reinado por lo que cabe presumir que a Carlos le quedan todavía dos décadas de corona, yo lo que haría es brindar con Ginebra con Dubonnet como ella (en el annus horríbilis se atiborró), con hielos redondos para que no hagan el ruido que abominaba, evitar juntarse trece en ninguna mesa, vestirse con la elástica de su Arsenal y, si a alguien no le gusta, pues se ponen a hablar en francés (hábil táctica de Isabel II para incomodar) y aquí paz y, después, gloria. Gloria a la reina cuyos logros no conozco pero que, como la Constitución británica, ha sido consuetudinaria. Reina por costumbre. Es bueno ser reina.

 

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