En el atolondramiento de la faena que sobrepasa a los periodistas vocacionales, en ocasiones no somos capaces de detenernos un minuto y pensar, buscar alternativas o esa senda de la perspicacia hoy tan cegada para muchos ciudadanos por la riada incontrolable de las redes sociales. Esta semana, en una comida con mi amigo Luis, me sugería que es manifiestamente imposible que los periodistas a favor de obra que declararon en el Supremo estuvieran diciendo la verdad so pretexto del secreto profesional y el derecho a la confidencialidad de las fuentes. Y, como Pablo de Tarso al caer del caballo o Arquímedes con su descubrimiento, me dije: ¡Eureka!
Insisto en que el trabajo nos conduce por ritmos que sólo permiten la concentración en el cauce en el que nos movemos, sin atisbar, cuales burros con orejeras, cuanto sucede en rededor. En la insinuación, se encuentra la experiencia. Y recordaba la cantidad de ocasiones en las que reproduzco una imagen de un documento judicial u oficial como prueba documental, evidentemente tapando con instrumentos telemáticos los datos personales.
He participado como testigo en juicios, una experiencia que evidentemente no es grata por la circunstancia, por los posibles miedos -esos nunca me han atenazado- y por la severidad gestual y verbal de los profesionales de la Justicia, que deben guardar las sonrisas y las carcajadas para su entorno personal, sin cantear su rictus ni un milímetro en la solemnidad de los juicios. Y he defendido el secreto profesional y el anonimato de las fuentes. Incluso recientemente, en un caso truculento que está en sede judicial desde mayo, fui conminado por el investigado a que le dijera quién me había aportado el documento del que partió la información y todo el reguero de noticias desde aquellos mediados de marzo. Le respondí: "Ve al juzgado y que me lo reclame el juez, al que tampoco se lo revelaré ateniéndome a mi derecho constitucional". A partir de ahí sus modos fueron en una agresividad in crescendo. Pero uno ha escogido una profesión que no es sacerdocio, pero sí vocación.
Durante las últimas semanas, cinco periodistas respetables pero evidentemente inclinados hacia una bandería han testificado en beneficio del Fiscal General del Estado en cuanto a intención, no en resultado como ha quedado constatado. Aferrándose a una cronología concomitante que puede interpretarse como casualidad o causalidad, como verídica o inverosímil, han cometido el mayor desvarío ético en su inconcebible proclamación de la inocencia de Fiscal General del Estado, que hace sospechar que, en vez de ofrecer el camino sobre la trazabilidad de los correos electrónicos, se han inclinado por el fin por la vía de la fidelidad a unos principios no periodísticos, sino ideológicos.
Para nada, como se proclama desde estacios de interés doctrinal, el Supremo ha minusvalorado ni condenado a la profesión periodística como se proclama, porque de hecho somos muchos los profesionales (¡a mí me van a decir con más de cuarenta años de oficio!) que no concordamos con la actuación de los cinco colegas, porque jamás se me ocurriría, en un juicio, proclamar inocencia ni culpabilidad en una falta de respeto al trabajo de los jueces.
Sin vulnerar el secreto profesional ni el principio de preservación de la identidad de las fuentes, los cinco comparecientes pudieron perfectamente haber mostrado el correo electrónico recibido con la fecha y la hora que, según ellos, acredita que lo recibieron antes de que se desatara la tormenta por la más que sospechosa, ya condenada, actuación del Fiscal General del Estado. Era tan sencillo como tapar la dirección del emisor y haber dejado la circunstancia temporal. Si no lo hicieron, es porque hay tres posibilidades: una, que no se dieron cuenta de que así podrían beneficiar a García Ortiz y a la verdad; dos, porque no se asesoraron con un abogado; y, tres, porque quizás no exista tal evidencia y fueron invitados desde alguna instancia a pronunciarse sincronizadamente. Entre dos periodistas, ya no digamos cinco, es difícil encontrar el acuerdo. Así, han dejado la creencia en su honestidad -en este caso, no en sus prolongadas carreras- en cuestión de fe humana.
No tengo pruebas, pero tampoco dudas, de que el Fiscal General del Estado actuó éticamente de una manera poco decente, muy irresponsable e indigna de un cargo de tal trascendencia. Todo en él ha sido obstrucción a la Justicia, desde el borrado masivo de mensajes a los cambios de terminales, y por tanto impropio de su puesto además de servir en bandeja indicios muy firmes desde la perspectiva del sentido común del simple ciudadano.
Pero tampoco puedo asegurar que es, en la verdad judicial que en ocasiones no coincide con la real, inocente o es culpable, primero porque no atesoro conocimientos jurídicos tan profundos (a pesar de que leo anualmente multitud de sentencias, autos y diligencias que he de trasladar comprensibles a los lectores), exactamente igual que la inmensa mayoría que se lanza a la misión estéril de aportar autoridad a opiniones que, por endeblez de conceptos, no se sostienen, sea cual sea su pretensión. Lo que tengo claro es que no replicaría, en el mismo ras de legitimidad, a un juez en materia jurídica, a un físico cuántico, a un astrónomo o a un biólogo en sus respectivas materias. Tan sólo, si acaso, en fútbol o periodismo, pero es que ahí todos somos expertos.
Y además sostengo que, como me ha sucedido personalmente, puedo exponer un contenido sin que sea preciso comprometer la protección de datos, el secreto profesional y la protección de las fuentes. Así de sencillo.