El tonto que se nos avecina

07 de Febrero de 2023
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Siempre he sostenido que los tontos son como los malos futbolistas, que al final te pueden meter un gol porque no sabes si el balón les puede dar en el empeine, en el interior, en la tibia o en la rodilla. Es difícil verles venir y son, por consiguiente, impredecibles. El daño que producen procede de la mera teoría de la estupidez (Cipolla, Allegro ma non troppo), pero difícilmente son capaces de dimensionar un prejuicio. Sueltan al galope la idiotez y que salga lo que Dios quiera.

Hoy en día estamos en otra galaxia. No tengo claro que, como sostenía Molière, un tonto sabio sea peor que un tonto ignorante, porque probablemente Luis Carandell tenía razón cuando rechazaba la candidatura al premio al Tonto Contemporáneo si era un tonto obvio que nada aportaba al conocimiento de la tontuna. Lo malo es que un tonto puede proferir un destrozo mayor que un malvado. Al final, como explicaba Clarasó, al tonto no le debe ir tan mal cuando ninguno se lamenta de serlo. Quizás porque no es consciente. O sí.

En estos tiempos posmodernos de las noticias falsas y las verdades tuiteras, es cierto que dos conceptos confluyen con un efecto devastador: la majadería y la ideología. Riman. Está en ciernes una amenaza que me inquieta, porque borrar la historia no es una opción más que cuando lo decide la ley imperfecta. Por las aptitudes del sujeto que pretende dar al "delete" de algunos hitos de nuestros anales, muchos de ellos sostenidos en una evidente buena intención del pueblo, debiera quedarme tranquilo de no ser porque el contagio de la imbecilidad se acentúa a velocidad de vértigo. Y es aquí donde me pregunto: ¿será posible que un memo pueda acabar imponiendo su oscuridad de criterio a todo un imaginario colectivo? Pues quizás. O no.

Para verlos venir, por ejemplo, es bueno mirar un currículo. Alguien, por ejemplo -es el caso-, que ha transitado por distintos escenarios sociales y profesionales sin pasar nunca del mínimo común denominador de la mediocridad. Deportista olvidable en la juventud, correcaminos a la velocidad del AVE por empleos que, en otras personas, son dignos, pero en él no son sino un reflejo de su personalidad, de su pereza y de su incontinencia para el cambio. Lo que viene a llamarse un culo inquieto que facilita las cartas del despido como si él mismo las escribiera a través de sus actos. Es capaz, en el momento de irrumpir en una lista electoral -que Santa Lucía le conserve el oído a quienes lo seleccionaron porque la vista la tienen perdida-, de amontonar presuntuosamente trabajo sobre trabajo -es un decir- hasta la gloria final -naturalmente, de la administración- justificando su incapacidad para articular un hilo de mínima continuidad en sus capacidades para la movilidad geográfica y funcional, algo así como el mayor eufemismo jamás contado. Como dice Emilio Duró, cuando tal inepcia se itera sin desmayo, no se le puede atribuir vagancia. Es, lisa, llana y directamente tonto. Pero ojo a la mejor máxima que encuentro para prevenir los riesgos. Es de mi padre. "Hay tontos que parecen tontos, y hay tontos que tontos son, y hay otra clase de tontos que son los que joden la procesión". Al loro con estos últimos, que sobrevuelan como carroñas.

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