"¿Qué es lo que mejor se le da a una persona mediocre? Reconocer a otra persona mediocre. Juntas se organizarán para rascarse la espalda, se asegurarán de devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que seguirá creciendo, ya que enseguida darán con la manera de atraer a sus semejantes. Lo que de verdad importa no es evitar la estupidez, sino adornarla con la apariencia del poder". Es Alain Deneault en la introducción de "Mediocracia, cuando los mediocres toman el poder".
La unidad es el gran escudo humano de los mediocres. Cuando se produce una brecha, en lugar de analizar las causas, de examinar las taras propias, empiezan a mirar a su alrededor en busca de congéneres que les permitan reafirmarse en su convicción vulgar. Habitualmente, se suman a la legión las hordas de otra mediocracia, la de los medios de comunicación dispuestas a la propaganda y el adoctrinamiento de los consumidores acríticos. Les seducen sus propias palabras vacías. "“Si la estupidez […] no se asemejase perfectamente al progreso, el ingenio, la esperanza y la mejoría, nadie querría ser estúpido”, percute Robert Musil, autor de El hombre sin atributos. Unidos, los adocenados se creen fortalecidos, incapaces de entender que, mientras miran si vienen enemigos en forma de molinos de viento, la tierra se les resquebraja y la brecha se hace más grande.
En esa confabulación de necios, algunos biempensantes sirven a la causa sin darse cuenta de que su lugar está fuera de la zona de los mediocres, quizas porque interpretan que el sino de los tiempos es apretar filas. Y las filas, cuando se prietan demasiado, acaban provocando un desparrame y todos terminan por el suelo, exhaustos. Porque la unidad está sobredimensionada, y es que donde todos piensan lo mismo es que se piensa poco. Y un espejismo fatal ciega la visión de la realidad. Salgan los válidos de tal atrocidad. Rehúse usted, querido lector, si estima que tiene criterio propio, toda proclama de unidad. Es para los otros...