Victimismo urbanita y despótico

No les compadezcan; respétenles y, si no van a aportar, quédense en sus engoladas ciudades

06 de Septiembre de 2022
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Frecuento poco los palacios. No suspiro por ir, pero tampoco quiero parecer desafecto en exceso. Si acontece algo interesante y soy invitado, acudo. Y si mi profesión me lo demanda, voy. Conviene aplicarse siempre con coherencia y responder con deontología cuando se detecta algún tipo de animosidad. No era el caso. Esta mañana un buen amigo, Arturo Gastón, presentaba su obra maestra, En clave de Aragón, año seis. Es joven, no le tocará, como al Señor, descansar en el día 7 de su creación. Y concurrían otros dos políticos, Nuria Pargada y Roque Vicente, a los que profeso afecto por convicción y porque de ellos he recibido afecto. Me chifla biesquear. Me encanta ir a la villa adoptiva de Antonio, donde seguro que sobrevuela su espíritu.

Las ruedas de prensa se dividen en dos clases. Las que sirven y las que merecerían acabar en la papelera de reciclaje. Sí que hay matices y escalas de grises, cierto. Pero cuando acudo a una recuerdo a otro grausino que en la apertura de aquel prodigio de ciclo de conferencias que organizamos durante años, la Diáspora Altoaragonesa, sentenció tras dar una verdadera lección magistral: si de cada charla surge una idea, esta bonita iniciativa de debate merecerá la pena. El autor de la expresión es José María Vilas. Dejó un montón de perlas y la cosecha, más por desidia que por mala intención, ha sido magra. Una especie de falso instinto de autoprotección nos impide reconocer que escuchamos mal y achacamos la falta de frutos a palabras que fueron bien dichas.

Hoy me ha gustado la intervención del diputado Roque Vicente. Y se lo he dicho. No ha sido políticamente correcta. Se ha atrevido, perdón, ha osado asumir un cierto hartazgo del término despoblación. ¡Válgame Dios! ¡Cuidado, que se acaba el chollo! ¡Sea anatema! Lo ha explicado muy bien. Quizás es el tiempo de hablar de repoblación, de mejorar y de destinar recursos. Me ha recordado, y se lo he dicho, a una entrevista en la que Jorge Ruiz, cantante de Maldita Nerea y lingüista de postín, abogaba por cambiar la jerga en la lucha contra el cáncer. El lenguaje es una berbiquí que atornilla la tristeza hasta inundar el cerebro, o por el contrario desatornilla todos los escrúpulos y prejuicios. Si permanentemente nombramos términos bélicos como guerra, batalla o combate, el desgaste es proporcional a su incidencia. Si utilizamos esfuerzo, ánimo, espíritu o alma la resistencia se convierte en avanzadilla y la meta está más cerca.

Por más que en torno a los eufemismos sobre la despoblación se haya instalado un negocio del que beben muchos, ya sin creatividad alguna ni otro objetivo que beber de la fuente nutrida por los contribuyentes sin más estrategia que engordar los ingresos, existen verdades difícilmente controvertibles. Una es que son muchísimos los líderes políticos que llenan su boca de dogma desde plazas populosas en las que viven renunciando a convivir de continuo con sus conciudadanos (ejemplar hace unos pocos años la estadística del Diario de Teruel de mi amigo Chema que sacaba los colores a los más frente a los menos que pernoctan en sus casas de raíz).

Otra, que el victimismo al que también ha apelado Roque Vicente es fundamentalmente urbanita, ventajista y, sobre todo, despótico. Todo para el pueblo pero sin el pueblo. ¿Acaso se quejan los octogenarios que quieren dar sus últimas bocanadas vitales en la paz de sus calles, con las puertas abiertas como antaño sin temor a invasiones? No, todo el discurso llega del asfalto, en una visión estúpida sobre el nivel cultural de los pueblos que, por acumulación de sentido común, son los verdaderos guardianes de las tradiciones y del patrimonio cultural. No, no les compadezcan. Respétenles y, si no van a aportar, quédense en sus engoladas ciudades.

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