Yolanda cerraría antes los restaurantes

05 de Marzo de 2024
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En la lectura de la vida, y también de la pública, la perspectiva siempre da lecciones. La percepción del carisma es tan voluble que, repentinamente, el revestimiento del poder otorga tal condición a la vista de muchos cuando, antes de ostentarlo, era inexistente. En mi experiencia vital, recuerdo la diferencia del Aznar soso y el Zapatero tontorrón que, una vez abrazaron la Moncloa, se convirtieron a los ojos de la opinión públicada en personajes carismáticos.

En Las 21 Cualidades Indispensables del Líderazgo, John C. Maxwell sostiene que el carisma es el atributo menos trascendental en el liderazgo real. Pero, aun con todo, lo es. Y recuerda las disputas entre Guillermo Gladstone y Benjamin Disraeli en la época victoriana. Significativamente, dictó sentencia una mujer joven que comió con ambos: "Cuando salí del comedor después de haber estado sentada al lado del señor Gladstone, pensé que él era el hombre más listo de Inglaterra. Pero después de sentarme al lado de señor Disraeli, pensé que era la mujer más lista de Inglaterra”. Ese es el magnetismo y la fascinación inducida más importante por el líder.

Al igual que Aznar o Zapatero, a Yolanda Díaz ha habido un empeño en convertirla de pato a cisne. Quizás sea una cuestión de la mercadotecnia política, de ahí su apego al color blanco en su atuendo, que luce especialmente cuando visita al Papa, porque este ave simboliza la purificación, la limpieza, el equilibrio y la armonía. En una pirueta incluso cómica para los analistas del lenguaje, ese carisma sobrevenido se hace acompañar por unas hipotéticas habilidades oratorias que, para qué vamos a engañar, no le adornan. Por mucho que el aura carismática le persiga desde los voceros de su ideología.

La oratoria, para recubrirse brillantemente, ha de apelar a la autenticidad, y ahí yerra: en la comparativa entre los dichos y las obras, en la coherencia entre la verdad y la doctrina. Acaba de predicar la vicepresidenta que hay que racionalizar los horarios porque no es lógico iniciar reuniones a las 8 de la tarde, cuando buena parte de los jaques mate salvados para la ley de amnistía se han realizado en encuentros rodeados de aspecto de clandestinidad (por lo opacos) avanzada la noche. Todo sea por la patria. Incongruencia incluida.

Pero, a mi modo de entender, el disparate nacional es considerar que un restaurante no puede estar abierto a la una de la madrugada, por aquello de los derechos de los trabajadores. La vicepresidenta y ministra no pasea por las calles y no se da cuenta de que son sus políticas, más de un lustro después de acceder a esta cartera y a la de todos los españoles, las que están sustanciando un empobrecimiento de las rentas más bajas que, además, han engrosado en militantes. Por decirlo de otra manera, se está distribuyendo la pobreza más que la riqueza.

Incluso más allá de esta consideración absolutamente certera (el sueldo de un peón de albañil de 2008 casi triplicaba al de un ingeniero industrial de 2024), la ministra pone como ejemplo a los países centroeuropeos y me recuerda una tertulia en Aragón Radio (en la que, curiosamente, sigo vetado) en la que un compañero me puso como ejemplo a Bélgica y a Austria para defender que, a las ocho, todos a casita. Y me acuerdo de esos cortos días en Montauban con mi familia donde a las siete, cuando aquí nos vamos de vinos o incluso alguno todavía estamos en horarios de café, había que cenar aun sin tener abierto el estómago. Pero...

Pero es que además si en algo somos buenos los españoles es en servir hasta la una o la hora que sea de la madrugada. Somos buenos en el turismo y la hostelería, en la hospitalidad que no conoce de horarios y que hemos convertido, mucho más por el sistema que por los empresarios del sector, en una actividad demasiado poco sexy a pesar del carácter social de este trabajo. Si un país renuncia por ideología a una fortaleza, ha de saber que está pegándose un tiro en el pie. Pero la vicepresi, que dudo predique con el ejemplo cuando está tomando el gintonic a la una en un restaurante, nos dice que no tenemos derecho a una de las mejores diversiones: compartir un rato de distensión con los amigos.

En realidad, como ministra de Trabajo, lo que tiene que hacer la vicepresi es preocuparse más de cómo propiciar unas mejores condiciones para los empleados del sector turístico sin asaltar la rentabilidad de las empresas que son, en uno y otro caso, las garantías de la mejor industria que disponemos, la que no sólo nos da más felicidad sino que es la que identifican los turistas británicos y alemanes para escoger el destino España: porque su libertad trasciende los horarios. Pero es que, en materia de libertad, como en tantas otras, Yolanda Díaz no es muy ducha. Un cisne sin mucho fondo.

P.D.: No sé los restaurantes o las ciudades que frecuenta la vicepresidenta. En Huesca, a la una, están cerrados prácticamente todos.

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