Antonio Naval

Contracorriente o cómo desenmascarar indeseables

05 de Junio de 2023
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La discapacidad de quien se recrece ninguneando, la frustración de los que han fracasado, el desengaño de quienes no han sabido “ser”, aunque pretendan aparentar... son constantes  de esta época considerada mejor por haber progresado. Hoy sin pudor y con desparpajo en los colectivos y corporativismos, cualesquiera, todos y en todas partes, la envidia y los celos, la desazón de quien comprueba  que hay quien es más y  mejor, que tiene soluciones e ideas…, son posturas, consecuencia de ser miserable que, en los que son ineptos e imbéciles, se convierten en recursos necesarios para la autoafirmación como espejismo. La anulación de quien puede dejar en evidencia es un medio perseguido y generalizado para los “pobre gente”. No puede ni siquiera intuir, que anular como táctica acaba creando enemigos. Pues, un animal herido sabe que puede sobrevivir, y se recrece, por el contrario, un ser  que se resigna a lo que cree que es su suerte colabora a la perversión, y si interpreta  que son voluntades metareales los que se  lo piden, hace un débil servicio a la causa.  Época esta de decadencia, de desorientación, en la  que se pretende que cualquier frivolidad sea un valor, en que  aturdir para que nadie sepa qué es la verdad es una táctica, en que cualquier  mindundi, posicionado en poder necesita reafirmarse anulado al que le deja en evidencia. Meter a Dios en esta canasta de  residuos es una forma de  corrosiva perversión.  

Porque, quien está metido a líder no puede ser líder con alteraciones graves de personalidad. La situación se empeora cuando las babas de los segundones son nauseabundas como consecuencia del más degradante de los servilismos, cual es la connivencia. Los “pobre gente” que necesitan anular a quien pone en evidencia su pobreza humana, cuando están en responsabilidad sobre otros, llevan al caos y autodestrucción  por muy hombres de Dios que se crean

Pretender ser una referencia propugnado la alienación, es un drama  denigrante.  El 16 de junio de 2011, en una plática espiritual, un líder de esta estofa, advenedizo por accidente y autoengaño, llegó a decir que un cura se limita a  trasmitir, no añade, no pone, no quita, no matiza ni opina. Su descerebrado predecesor había dicho que no es necesario darle las gracias, porque ya cuenta con la satisfacción que proporciona el haber cumplido órdenes. Esto es  la alienación  de las sectas de todas las épocas que hasta pueden conducir al suicidio colectivo o, simplemente,  crear una situación catatónica en la que los miembros encuentran la ecuanimidad en la resignación, la felicidad en ser épsilon, la razón de existir  en andar como zombis. Quienes aguantan porque, de otra forma no tendrían donde caerse muertos, porque están  frustrados, porque  su ”estar” no es el que les dijeron, ya que su ”ser” es la vacuidad, también han caído en el nihilismo.  Entonces, la autocritica solo se puede hacer cuando en vez de mirarse al ombligo se revisa  lo que significa sentir   a flor de piel y hacer algo más que rascarse. Hace falta ser papanatas para creer que con esta propedéutica pueden presentarse como  referencia  o ejercer algún atractivo a  las nuevas generaciones.

La generalidad de la sociedad del “bienestar” ha renunciado al “bienser”, consecuentemente ha perdido defensas  porque ha renunciado a la inmunología. Los pretendidos nuevos mesías y redentores de nuestra sociedad que han llevado a que cualquiera, por tener derecho a opinar, reclame que puede proclamar sus  memeces y necedades, pretenda que los demás tienen que aceptar que sus chapuzas son soluciones,  denigre porque reclama que los demás tiene que ser  tolerantes con sus apreciaciones…, hacen de semejantes posicionamientos sucedáneos al “saber estar”, a la educación, a la convivencia necesariamente jerarquizada, porque eso de la igualdad real tiene no poco de utopía.

Ya sucedió  con otra decadencia, la de también los años veinte del siglo pasado. Nadie creyó lo que veía  y después  pasó lo que pasó…

Hace unos años, pocos, el 15M, mayo de 2011, se vio como una llamada de atención, incluso esperanzadora, como  expresión de unas juventudes incomodas que querían algo distinto. Antes, en mayo del 68, ya se había intentado algo parecido. Los de esta generación, cuando en los noventa llegaron a las estructuras de decisión esnifaron el placer de la comodidad conseguida y se olvidaron de sus perseguidas utopías. Había llegado la decadencia. Aquellos ni siquiera han  tardado tanto. Iletrados y viscerales frente a los otros  que, al menos, tenían una filosofía e ideología de soporte, ahora ni siquiera se plantean  cómo despejar su nihilismo que ocultan bajo el el  merchandising del progreso y bienestar.

La realidad que no se quiere asumir es que la sociedad, la nuestra, la de los de edad provecta, no quiere ver ni aceptar que hay un ruptura dramática de generaciones en todos los ámbitos, también en el de la creencia. Frente a épocas de esfuerzo, superación y búsqueda, que  son las que entonces vivimos, hemos cometido el error de evitar a las nuevas generaciones  ese esfuerzo, incluso con pretendidas leyes de educación, calificadas como progresistas. Es la implantación por parte de los poderosos del adocenamiento como recurso efectivo para la subyugación. Hoy ni siquiera por esnobismo se lee, tampoco hay intelectuales como los de antes, los de los tiempos pretendidamente ominosos. Ir en “contracorriente”, contra esta corriente devastadora, ni se lleva  ni se cultiva. Solo lo pueden hacer los privilegiados, los que con la experiencia  de los animales heridos saben que pueden sobrevivir. Son los pocos que, al menos, deben mantener el tono para que los otros, los muchos, vean que esto va en serio y, como toda sociedad decadente que somos, estamos en caída libre. Ya sucedió  con otra decadencia, la de también los años veinte del siglo pasado. Nadie creyó lo que veía  y después  pasó lo que pasó…

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