Miguel Ángel de Uña Mateos.

Damnatio Memoria

Médico psiquiatra
31 de Agosto de 2022
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Tengo a los italianos –aunque no los conozco a todos, parafraseando a G.B. Shaw- como un pueblo inteligente por su capacidad de adaptación y supervivencia, experiencia de siglos de compleja y apasionante historia. En los años veinte del siglo pasado inauguraron la égida del fascismo, que encontró seguidores en Europa e Hispanoamérica, hasta que su aventajado discípulo, el nacionalsocialismo alemán, le colocó en el papel de segundón, exagerando el histrionismo de su duce como única respuesta a su relegamiento. Ese orgullo herido, y la atávica querencia a confundir maquiavelismo con traición, llevaron a Italia a entrar en la II Guerra Mundial al lado de los alemanes. Conllevó más de medio millón de muertos y la destrucción de infraestructuras, ciudades y obras de arte sin precio cuando desde 1942 y hasta su final, la guerra se desarrolló en su suelo. La guerra civil entre italianos fue de una crueldad inenarrable. De no haber sido así, es probable que Mussolini hubiera muerto en la cama, como Franco, orgulloso de lograr que los trenes llegasen a su hora, y no colgado  boca abajo, destrozado su cuerpo a patadas y palos.

En veinte años de fascismo, las obras públicas fueron el escaparate del régimen ocultando una trastienda vergonzante. Las obras del fascismo tienen un estilo monocorde, carentes de otra virtud ajena al colosalismo como eje estético. Llenas de bajorrelieves y consignas escritas en letra capital, que hablan de “fuerza”, “voluntad”, “imperio”, como temas preferentes masas atléticas y madres prolíficas.  Tal vez sólo algunos edificios del EUR romano se aproximan a una estética “moderna” y, en mi criterio, el Palazzo de la Cività Italiana posee una equilibrada y serena belleza, un pétreo cuadro de Chirico. Pasear por Italia es deambular en muchos casos por horizontes “fascistas” y a los italianos no parece importarle demasiado. Turín, la racional y diabólica capital del Piamonte, condiciona su perfil por la “Torre Littoria” en oposición a la Mole Antolleniana. El nombre viene por su identidad con el littorio, el símbolo fascista por excelencia, pues el edificio iba a ser sede del Partido Fascista. Desde 1933 sigue destacando en el romo sky line de Turín. En la bella iglesia de San Lorenzo,  promesa que hizo el vencedor de San Quintín, Manuel Filiberto de Saboya, hay una placa con laureles frescos, recordando a las docenas de miles de soldados italianos  muertos en el frente ruso entre 1941 y 1943. Una guerra equivocada, pero muertos italianos a los que recordar.

En Milán, al tan grandioso como fascista Palazzo de Giustizia (30.000 metros cuadrados) se opone la escultura colosal de una peineta, tan democrática como satírica hacia sus constructores. La respuesta italiana es una peineta, no la amenaza de demolición o la “contextualización” de un edificio imposible de explicar sino como fruto de la historia. Podríamos seguir con Brescia, con Forli, la ciudad del duce – nació cerca- con su Palazzo degli Uficci Statali en forma de B, por Benito Mussolini. Forli en la Romagna rossa, el horizonte de Novecento. Termino este recorrido en Roma, llena de lobas amamantadoras, restos del fascismo empeñado en reconstruir un imperio imposible. Cada vez que encuentre una de ellas, piense en Mussolini, no en la Roma republicana. El estupor del paseante, crece cuando encuentra una frase grabada en el pedestal de la estatua a los bersaglieri que forzaron Porta Pía finalizando la reunificación italiana: “Solo un siglo de historia. ¡Pero cuántos sacrificios, cuántas batallas y cuánta gloria”! Firmado Benito Mussolini. Ningún grafitti tapaba la inscripción cuando se corporeizaba mi asombro.

Italia, tan cercana y tan lejana. El partido Comunista más potente de Occidente durante casi cincuenta años. Cientos de alcaldes comunistas y socialistas en las principales ciudades italianas durante muchas décadas. Sí has logrado convivir con las huellas del pasado, sin preguntarte si el constructor de la Columna Trajana fue un cruel imperialista, o si el papa más venal –el persecutor de Galileo-  fue el constructor de la escalinata de Piazza Spagna, es posible que puedas respetar la inscripción de Mussolini en una estatua erigida al cuerpo más querido del ejército italiano, que no borres las consignas que jalonan los edificios públicos construidos durante el fascismo, que no piques los relieves de masas avanzando bajo la palabra del duce. La damnatio memoria, la condena de la memoria es tan antigua como la historia escrita, la necesidad de borrar en muchos casos la nula resistencia, incluso la aquiescencia, de los que condenan al sujeto al olvido a través de la destrucción de su legado. Si es nocivo que los vencedores escriban la historia, peor es que la escriban los sectarios. Lo más creativo de que son capaces es extender la damnatio memoria, no de aproximarse a la verdad.

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