La célebre frase atribuida a Tristan Harris —“Si no pagas por el producto, tú eres el producto”— no solo aplica al mundo digital. En el contexto empresarial, se convierte en una advertencia de peligro: cuando las asociaciones empresariales no se financian con las aportaciones de sus miembros, dejan de ser libres. Y si no son libres, no pueden representar ni defender al empresario. En última instancia representarán a quien las financia, el Estado o, aún peor, el gobierno que está al frente del Estado.
Es evidente que muchas organizaciones empresariales han trabajado durante años con enorme profesionalidad pese a un modelo de financiación muy poco adecuado. En España, donde existen más de tres millones de empresas, resulta incomprensible que muchas de sus asociaciones supuestamente representativas —patronales, cámaras de comercio y clústeres— se sostengan principalmente con dinero público.
Por ejemplo, los fondos para formación intersectorial terminan repartidos entre asociaciones empresariales y sindicatos, sin criterios objetivos de eficiencia. El histórico recurso cameral obligatorio, que financiaba hasta el 94 % del presupuesto de las cámaras de comercio, y que, aunque eliminado en 2011, ha sido sustituido, en gran medida, por convenios, fondos europeos y contratos recurrentes con las administraciones públicas.
En organizaciones empresariales sectoriales y territoriales, es habitual que entre el 70 % y el 90 % de sus ingresos anuales procedan de partidas públicas. Esta dependencia altera su función: dejan de ser voz y defensa del empresariado para convertirse en instrumentos de las administraciones públicas.
La primera consecuencia de esta estructura es obvia: una organización que vive del Estado no puede negociar con él con libertad ni fiscalizarlo. Pero hay una segunda: los empresarios que no sostienen a sus organizaciones con sus propios recursos no están en posición de exigir que otras —por ejemplo, las sindicales— renuncien al dinero público. Y una tercera es que como beneficiarios de las dádivas tampoco pueden exigir que el Estado se gestione con eficiencia y austeridad. Es habitual escuchar a dirigentes empresariales hablar críticamente de los subsidios que perjudican la disponibilidad de trabajadores y engordan el gasto público al mismo tiempo que demandan más dinero público para sus organizaciones. Estoy de acuerdo con lo primero pero lo segundo nos deslegitima.
Esta dependencia de fondos públicos desactiva la capacidad crítica y la independencia de nuestras organizaciones. Se convierten, en demasiadas ocasiones, en brazos administrativos de la Administración, más preocupadas por justificar subvenciones que por defender los intereses reales de los empresarios, especialmente de los pequeños. Es muy triste escuchar discursos y planes de acción de dirigentes empresariales que hablan de aumentar sus presupuestos sin ruborizarse de que lo van a hacer chupando de la teta del Estado. Un ecosistema perverso en el que se confunde interlocución con docilidad, y representatividad con reparto de poder.
Solo unas asociaciones empresariales radicalmente independientes podrán defender con legitimidad una exigencia de simetría democrática: que también los sindicatos se financien únicamente con las cuotas de sus afiliados. Cualquier otra posición sería incoherente.
Esta cofinanciación generalizada entre patronales y sindicatos genera una ilusión de equilibrio institucional. Pero en la práctica, lo que se produce es una captura dual de la sociedad civil. Las organizaciones que deberían representar intereses contrapuestos y servir como contrapesos se ven igual de condicionadas por las transferencias públicas. El resultado: consenso artificial, crítica anestesiada y una profunda desconexión con sus bases reales.
Con una mínima voluntad colectiva, sería perfectamente viable construir estructuras representativas empresariales autosuficientes. Con aportaciones ridículas y proporcionadas por parte de cada empresa, autónomos, pymes y grandes empresas, se podrían sostener patronales vigorosas, libres y legítimas. No hablamos de grandes cantidades. Hablamos de voluntad, de convicción, de orgullo bien entendido y respeto por la autonomía. También hablamos de utilidad pues lo que tenemos nos cuesta casi nada, pero es muy poco útil, en ocasiones incluso contraproducente.
Una asociación autofinanciada podría, entonces sí, defender sin ataduras la libertad de empresa, denunciar sin miedo las ineficiencias del sistema y reclamar con voz alta y clara. Podría maximizar su utilidad al servicio del desarrollo.
Existen ejemplos de grandes patronales que construyen su independencia sobre la radical renuncia a fondos públicos. Por ejemplo, en EEUU la U.S. Chamber of Commerce y la National Federation of Independent Business (homologables a CEOE y CEPYME) y en Reino Unido Confederation of British Industry (CBI) y Federation of Small Businesses (FSB).
En España también tenemos inspiradores ejemplos a seguir: Círculo de Empresarios, Instituto de la Empresa Familiar y muchas pequeñas asociaciones empresariales que ejercen heroicamente su cometido sin fondos públicos y con absoluta independencia.
No hay representación sin independencia, ni independencia sin financiación libre.
Una asociación que vive de fondos públicos representa a quien la paga, no a quien dice defender. Si los empresarios no pagan el funcionamiento de sus asociaciones, no están financiando su libertad, sino su sumisión. Lógicamente la independencia no se construye de un día para otro, exige una transición ordenada, objetivos intermedios y compromiso colectivo.
Observo con preocupación que este asunto no está en el debate empresarial. Hablamos de nuevas etapas, regeneración, rejuvenecer, género… y callamos sobre lo esencial: una representatividad libre y consecuente. Todos los empresarios somos corresponsables, los que no participan por su desidia y los que participamos por callar y evitar hojas de ruta incomodas. Lógicamente aquellos que dirigen o aspiran a dirigir las organizaciones empresarias tienen una responsabilidad cualificada.
Si no pagas por tu representación, no es tuya. Y si es el Estado quien la paga por ti… entonces tú eres el siervo o, como mínimo, el producto.