Quedamos vacíos cuando desaparece alguien al que apreciamos.
Francisco era una buena persona, un gran líder espiritual y un referente moral mundial de primer orden. Si hubiera tenido la posibilidad de diseñar sus últimos días no podría haber sido más acertado ni más ejemplar ni más certero.
En muy pocos días quiso estar primero entre los reclusos de una cárcel, luego junto a los sanitarios que lo trataron en el Hospital, después con la gente, en la Plaza de San Pedro celebrando la resurrección sobre la muerte y resaltando la importancia de la Pascua. Lo hizo delante de 50.000 personas a las que trasmitió su último mensaje en favor de los más necesitados, de los oprimidos, de las mujeres, de los niños... de quienes sufren. Rechazó rotundamente los ataques en Gaza, en Ucrania, la situación en Birmania y las guerras fratricidas en los países africanos desgastados por el odio.
Ser claro y coherente le ha generado rechazo entre determinados sectores de la Iglesia más tradicional, pero también el respeto más absoluto de muchos otros que entendemos y valoramos la adaptación a los tiempos, la cercanía, la importancia de la secularización y el ecumenismo como ejes irrenunciables de la Fe y el Evangelio.
El Papa Francisco ha fallecido como vivió, exigiendo respeto y comprensión como base de una religión en la que todos somos hijos iguales de Dios.
Como última entrega, quiero dar mil gracias a Bergoglio por la reunión de ayer mismo con el vicepresidente de Estados Unidos a quien trasmitió en directo que, lejos de la altivez, la soberbia y el narcisismo, hay otras maneras de hablar y de entenderse para avanzar.
Descansa en paz, querido Papa.