Luis Ángel Pérez de la Pinta

Lo que haces y no lo que dices

Periodista y formador
04 de Agosto de 2022
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No me gustan las palabras que terminan en D; aunque eso no es del todo cierto, porque lo que me desagrada no son exactamente dichos términos: lo que me molesta es escucharlos en conversaciones, discursos o similares y leerlos en cartas, correos y demás. Me pasa porque todas las palabras que tienen esa letra como última aluden a cosas valiosas de veras, de las que echas en falta cuando no las tienes y que, por lo importantes que son, más vale disfrutarlas, conservarlas y protegerlas que hablar o escribir de ellas. Hablar y escribir; que son, en definitiva, maneras de contar; es lo único que tenemos para hacer presente lo que nos falta porque, de lo que sobra o, sencillamente, de aquello de lo que se tiene bastante, no se suele contar nada. A mí mismo, y lo he comprobado al repasar estos artículos semanales míos, me sucede: en casi todos hablo de cosas que no tengo. Unas veces son mis abuelos, que ya no están; otras, sitios que me gustan y a los que ya no pertenezco, y alguna, incluso, personas que un día estuvieron cerca e importaron mucho y ahora andan en otros quehaceres y ocupaciones que no son los míos.

Al hablar de todo eso evito, siempre que puedo, esas palabras grandes que acaban en D y, por eso, me molesta la gente que las soba y manosea sin necesidad ni vergüenza. Y es que, seguramente; quienes más veces, echando mano de una palabra de ésas; te prometen que, al seguirlos, dejarás de estar sujeto al deseo de otros, son quienes menos libre quieren verte y no es caso único porque, de la misma manera, los que se golpean el pecho y repiten ser depositarios y ejemplo de esa otra palabra acabada en D y con una V al principio que se define también como excelencia moral, son los que más tienen de que arrepentirse. Mi abuelo Donato, virtuoso en poco más que en querer a los suyos y manejar un torno que le obligaron a dejar antes de tiempo, nunca se jactó de nada, pero siempre repetía que quienes más van a misa y más presumen de ello no lo hacen por ser moralmente rectos, sino por haber pecado en exceso.

Toda esta perorata; juego de palabras, si quieren; deriva de un trance en el que me he visto estos días durante el cual, y a propósito de un desencuentro laboral-monetario, la otra parte de la parte contratante –siendo yo una de las dos partes del litigio cierto- trufaba sus invectivas y exigencias de palabras acabadas en D como, por ejemplo, esa que empieza por A y define la relación afectiva que, a veces, se traba entre dos o más personas o, también, esa otra que empieza con una L y sirve para definir el apego devoto que uno puede llegar a sentir por otro o, también, por una organización, comunidad o causa. La más gruesa de las palabras citadas en aquellos escritos de ida y vuelta con los que, al final, se desfizo el entuerto, era, después de esa que empieza por A y de la que antes he hablado, otra que arranca con una V y que, como periodista que soy, sé que no existe porque, cuando se trata de ella, ocurre como con la lengua, que cada uno tiene la suya.

En medio de todo aquello, me salvó, como tantas otras veces una charla banal con un amigo, este sí que verdadero y de nombre Sergi, con el que nunca hemos tenido que echar mano ni en conversaciones ni en escritos de palabras acabadas en D. Hoy, sin estar tan cerca como en su día estuvimos y lamentándolo, creo, ambos, hablamos, cuando se puede hacer, no de grandes cosas, pero sí de lo que nos une todavía y nos gusta, porque es lo que importa. Y es, entonces, cuando pienso que los indios tenían razón cuando se negaban a ser retratados por temor a que se les robase el alma al hacerlo. Imagino que a esas palabras que acaban en D y dan nombre a todo lo que importa en esta vida, les ocurre lo mismo y que, quien se llena la boca con ellas, las vacía de sentido hasta, precisamente, robarles el alma que también tienen. Este año, en el que nos vuelven a dejar a hacer lo que nos gusta, no habléis pues de grandes cosas: hacedlas. Y de las fotos, olvidaos: mirad viendo y, lo que veáis, guardadlo para siempre en vuestra cabeza porque lo que importa, siempre, es aquello que no se toca y de lo que no hace falta hablar porque se siente. Lo demás, como hubiese dicho mi abuelo, son bobadas porque, como repite siempre Maricarmen, con quien tampoco echo mano de palabras acabadas en D, lo que importa es lo que haces, no lo que dices.

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