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Luces y sombras de nuestro sistema sanitario

28 de Mayo de 2023
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Al finalizar el examen de fisiopatología del 2º curso del Grado de Medicina pregunté a los alumnos – magníficos todos ellos- a cuántos de ellos no les importaría ser médicos de familia. Casi la mitad levantaron la mano. No es cierto, por tanto, que falten vocaciones entre los más jóvenes.

Sin embargo, en la última convocatoria del examen MIR, han quedado vacantes muchas de las plazas destinadas para la formación de especialistas en medicina familiar y comunitaria, un oficio noble y honorable como pocos. Hay, por tanto, una barrera subrepticia, entre la intención inicial de los estudiantes que se matriculan en la Facultad y el momento en el que el recién posgraduado tendrá que elegir su devenir profesional.

Después de cuarenta y dos años de ejercicio profesinoal y cuarenta y cinco de tratar con pacientes (desde mi época de estudiante), he sido testigo de las luces y sombras de nuestro sistema sanitario. Las luces que más brillan han sido siempre la equidad y universalización de la asistencia – pocos países como el nuestro-, y la formación científica de los profesionales.

Sombras hay muchas, crecientes. La peor de todas ellas, es que el síndrome de estar quemado (burnout syndrome) que puede llegar a afectar hasta el 30% de los profesionales según las especialidades (aquí, y en la mayoría de los países, no nos engañemos), ha calado también en el propio sistema, de tal modo, que uno ya no sabe, donde se encendió la chispa, si en el profesional comprometido y lleno de pundonor afectado por un agotamiento emocional que le llevó a la despersonalización, pérdida de autoestima y desconexión con las necesidades reales de sus pacientes, o en la pérdida de valores de la propia Organización.

La Organización parece haber olvidado que el médico necesita una estabilidad (como cualquier trabajador) y un horizonte profesional que mantenga e incluso incremente su ilusión por el trabajo bien hecho; no se puede llevar de aquí para allá a los facultativos, algo que se ha normalizado en la Institución, generando graves disfunciones organizativas en las Unidades y Servicios.

Otra sombra que atenaza al sistema es el olvido permanente de que el paciente necesita un médico estable en el tiempo y también especialistas de cabecera; no puede ser que a un enfermo le vea cada vez un médico distinto; la asistencia “personalizada” es un valor que ha ido perdiendo cotización en el sistema público; tampoco puede ser que ante las interminables listas de espera (no solo quirúrgicas) el sistema siga mirando a otra parte.

Otro aspecto que ensombrece de manera clara y fehaciente la sostenibilidad del sistema es no tener claro que el mayor ahorro de costes descansa sobre todo en una valoración meticulosa y sosegada del paciente en su primera visita. Este principio esencial que repetimos insistentemente a nuestros estudiantes en las clases de semiología desafortunadamente no ha sido debidamente implementado por nuestros dirigentes, olvidando que una evaluación clínica concienzuda lleva tiempo y que solo de este modo se llega a un juicio clínico debidamente ponderado. Esta es, sin duda, la mejor herramienta para ahorrar en pruebas superfluas, que en realidad no eran tan necesarias y que, en gran medida, son la principal causa de las listas de espera.

Nuestros médicos de familia necesitan tiempo, sosiego, dedicación y un horizonte profesional que garantice también la especialización en determinadas áreas o subespecialidades altamente prevalentes en la población general. Esto sí se ha permitido en el ámbito hospitalario, donde existen superespecialistas para casi todo, pero no tanto en los Centros de salud, donde la gran mayoría de los médicos siguen atendiendo consultas de toda índole, todos y cada uno de los días de la semana.

Muchas de ellas tienen su origen en trastornos por somatización (síntomas físicos que en realidad tienen su origen en un disconfort psicológico), fruto, en gran medida, de una sociedad que exige a los individuos estar al cien por cien en todo momento y al médico tener una varita mágica capaz de resolver el conjunto de contrariedades cotidianas que a todos nos afectan y que no logramos afrontar con éxito, por falta de apoyo, de formación o de habilidades sociales. Nuestros padres y abuelos nos superaban con creces en su capacidad de enfrentarse a la adversidad. Hoy nos exigimos demasiado a nosotros mismos y al propio sistema.

En el medio hospitalario, la movilidad de las plantillas es continua, perenne y sin freno alguno, lo que añade una enorme dificultad para los responsables de las diferentes Unidades, Secciones y Servicios, que lejos de poder ofrecer a sus pacientes una asistencia digna, personalizada y de calidad se ven abocados a la improvisación, y la reordenación continua de los recursos; un verdadero quebradero de cabeza propiciado por las continuas sangrías de sus equipos.

En medio de todo ello, los vaivenes del curso político con frecuentes y continuos cambios en los equipos de Dirección, según sopla el viento y el devenir de las urnas, ponen la guinda a un sistema público, con luces cada vez más tenues y sombras crecientes que acechan gravemente su sostenibilidad.

No es un problema de vocaciones; nuestros estudiantes son magníficos, excelentes como nunca lo fueron antes; es el sistema quien acabará por quemarlos, fruto de su incompetencia, de su falta de visión y con el debido respeto, de su permanente mirar a otra parte, ante tan graves problemas.

Al final, el techo de gasto y Hacienda son siempre los culpables. No es cierto. Podemos gestionar mejor y aquí todos tenemos responsabilidad: gestores comprometidos e independientes, interlocutores sindicales capaces de ponerse también al otro lado de la mesa, médicos vocacionales y la propia sociedad, cuya demanda debe ajustarse a las necesidades reales, sin medicalizar la salud.

Miguel Montoro es profesor titular de Medicina en la Universidad de Zaragoza

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