Salió a la puerta de su basílica como cada año para escuchar el canto triste de sus vecinos al decirle adiós. Otro año que terminaba una semana blanca y verde, una semana de emoción, alegría y hermosos momentos.
Cuando la despedida terminó, volvió a su hogar y las enormes puertas se cerraron. Todo terminó. Escuchaba el murmullo de las gentes al alejarse de su casa y sabía que todos y cada uno de esos corazones lloraban por dejarlo ahí, por quitarse la pañoleta del cuello, no un pedazo de tela, sino la representación del amor a una tierra, a unas raíces y, sobre todo, a él.
Faltaba mucho para que todo volviera a ser otra vez como acababa de terminar. Pero todo tiene su principio y su fin, es la vida, la que a él le arrebataron siendo joven pero que sirvió para generar un amor y una admiración entre sus vecinos que, tantos años después, le habían vuelto a recordar.
Las cosas tenían que volver de nuevo a la normalidad; el blanco y el verde sería sustituido por otros colores; la albahaca iría muriendo en cada hogar de la ciudad; el jolgorio de los días precedentes pasaría a ser el rumor de la cotidianidad y él permanecería esperando hasta que las puertas de su casa se volvieran a abrir y volviera a salir a las calles de su amada ciudad.
Pero no todo había terminado. Sabía que nunca estaría solo, que siempre iría alguno de sus vecinos a darle las gracias, a pedirle algo, a solicitar su perdón, a lo que fuera. Él estaría ahí para todos los oscenses, para todos los que tienen el alma “fata” y el corazón blanco y verde.
No es un adiós, es un hasta mañana o pasado mañana, no importa, vendrán, volverán antes de que vuelva agosto, volverán a su casa que es la nuestra y él estará ahí, esperando, consolando, ayudando y amando. No es un adiós, es descansar y mañana volver a empezar, volver a vivir la ciudad, las gentes y el orgullo de ser de una tierra que cada año llora la despedida a su patrón sabiendo que siempre vela por todos nosotros.
Hasta mañana, Lorenzo.