Alberto Ayora

Oroel, julio de 2028: Lágrimas en la montaña

Coronel del Ejército, escritor, conferenciante
05 de Septiembre de 2025
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El proyecto Oroel Park en Jaca será sometido a consulta.
El proyecto Oroel Park en Jaca será sometido a consulta.

Amanece en Jaca la primera semana de julio del año 2028. Mi nieto, recién llegado de la ciudad, me mira con la ilusión de quien empieza las vacaciones y me dice:

-“Abuelo, quiero ir al Oroel Park. Mis amigos del cole me han dicho que es muy bonito y divertido”.

Siento una punzada en el pecho. No me apetece nada. No quería volver a ese lugar por el que tanto combatí y que ahora es un bosque de animales de cartón. Yo estuve en contra de su construcción desde el principio. Luché por que Oroel siguiera siendo lo que era: un paisaje protegido, un templo natural, un santuario del silencio. Pero, ¿qué abuelo le dice que no a sus nietos?

Mientras conduzco por la carretera hacia el puerto de Oroel, les voy explicando lo que nos encontraremos. Les digo que nunca olviden que, aunque ya no lo parezca, desde que entremos en el parque estamos en un Paisaje Protegido. Les explico que el año de inauguración, en el 2026, el éxito fue tal que la contaminación se disparó, y ahora se hablaba de restringir el acceso solo a vehículos eléctricos o híbridos. Y poner autobuses y taxis desde Jaca. Que en 2027, cuando el Parador de Oroel era una montaña de desperdicios, vimos morir animales por ingerir plásticos arrastrados por el viento, como pasaba en la Ciudadela. Les cuento mi experiencia en otros lugares del planeta. Recuerdo cuando con expertos de todo el mundo redactábamos una Norma ISO de Espacios Naturales Protegidos, y la preocupación de los gestores de estos lugares por conservarlos, y preservarlos ante la masificación. Les advierto de que los científicos siempre nos dicen lo mismo: sin control, sin respeto, sin cultura… la naturaleza no sobrevive.

El golpe de la realidad

Al llegar al desvío de la carretera del Puerto de Oroel, la primera sorpresa y mi corazón se encoge. Una barrera, una cola interminable, y un guardia que sentencia: "Lo siento, la capacidad de carga está superada. No pueden pasar". Doy la vuelta y empiezo a bajar hacia Jaca, en silencio. Mi nieto inunda a su padre con preguntas.

-Papá, ¿por qué no hemos podido entrar? ¿Qué es la capacidad de carga?

Mientras mi hijo intenta dar explicaciones, me abstraigo en mis propios pensamientos… Y me dejo arrastrar por los recuerdos... Regreso a aquellos años en los que acampaba con mis hijos sin restricciones, y el silencio solo era interrumpido por el canto del urogallo o el crujir del viento entre los árboles. Aquellos años en los que las mañanas olían a setas y a hierba mojada. Cuando la montaña no tenía precio, ni colas, ni barreras. Cuando la libertad se respiraba en cada bocanada de aire y el valor de un lugar se medía por la experiencia de sentirlo, no por su precio en taquilla.

Una lágrima se desliza por mi mejilla…

-Abuelo, ¿por qué lloras?

Y me contesto a mí mismo: lloro porque no he sabido proteger lo que amaba. Porque el progreso nos ha arrollado a una velocidad insensata. Porque no os supimos enseñar la trascendencia y el valor de una Naturaleza prístina. Y porque al final desde la ciudad nos han impuesto el modelo de turismo y negocio que ellos querían… Y no el que los amantes y habitantes de estas montañas anhelábamos.

Orgullo y rasmia

Respiro profundamente… y entonces recuerdo al valiente pueblo jaqués luchar por Jaca con honores… Que, siendo presidente de la Federación de Montaña, me planté ante políticos de todos los colores y siempre les dije lo que pensaba. Que me posicioné contra los atentados a la montaña y la corrupción. Y que peleé hasta el final para que se respetaran las figuras de protección, aunque supusiera tener que dejar la federación. No, no había llegado a la presidencia de una federación para mantener un sillón. Y mi conciencia estaba tranquila… “con gloria vencer o morir”.

Y me doy cuenta de que lo que siento no es ni rendición, ni resignación; sino que en el fondo lloro de rabia. Y determinación. Viene a mi memoria aquel momento en que me dijeron que “si se paga entrada regularemos la afluencia”, y yo respondí: “Eso no es conservación. Es mercantilismo. Y la montaña no se vende.”

El problema no era la existencia o no de leyes. Era, sobre todo, de cultura, de valores… de respeto. Visitantes que venían de la ciudad con la mentalidad de diversión, sin nadie que les explicara qué significaba un Paisaje Protegido y cómo su comportamiento afectaba a la supervivencia de las especies. Que un Paisaje Protegido era un templo para el silencio y la admiración.

El refugio secreto

Al llegar a Jaca, siento lo que tengo que hacer. “Venid, vamos”, les digo. “Os voy a enseñar uno de mis lugares secretos”.

Dejamos el coche y empezamos a andar. El camino es duro, pero la recompensa, inigualable. Llegamos a un lugar donde se ven el Prepirineo y el Pirineo Central en todo su esplendor. Un mirador que no necesita de hierros, ni barandillas, donde solo nos rodea la naturaleza. Les pido que se sienten y les enseño a mirar, a oler, a escuchar…

Les hablo de cómo cada estación tiene su magia. Del florecimiento de la flora y la energía que irradia el verano. De la transformación del paisaje y los colores brillantes del otoño. Del crujir de la nieve y las huellas de animales bajo los pies en invierno. Del estallido de olores y vida de la primavera. Y en ese momento, se hace el silencio... Solo se percibe el latir del viento, que agita las ramas de los árboles. Y mi nieto, que hasta ese momento no había parado de hablar, se queda callado y, de repente, me mira, y en un susurro estremecedor me dice: “Gracias, abuelo”.

Otra vez las lágrimas inundan mi vista cansada. Pero esta vez son de esperanza.

Levantarse y no reblar

Regreso a Jaca, empapado de emociones, y cojo mi bicicleta de montaña. Necesito estar solo. Pedaleo cuesta arriba, pensando en la gente que me quiere y me ha dicho que deje de luchar, que no me comprometa. Pero sé que la libertad tiene un precio, y el silencio también. Pienso en mi última caída, en la herida que me hice, y pedaleo con más fuerza. Porque cuando alguien se cae, lo único que se puede hacer es levantarse, mirar hacia adelante y seguir. No hay otra. Y así, con cada pedalada, siento que, a pesar de todo, aún hay una batalla que ganar. Y yo no pienso callar.

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