Miguel Ángel de Uña Mateos

Por la boca muere el pez

Médico psiquiatra
27 de Septiembre de 2022
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Escucho y leo con detenimiento las declaraciones de la ministra Irene Montero que han levantado una gran polvareda ante la interpretación de que defiende la pederastia. De sus palabras yo no llego a tanto, pero contienen ambigüedad suficiente como para exigir a la ministra una aclaración sobre las mismas. Porque si la voluntad de aceptación se le da al menor, cabe la posibilidad de que en su libertad pueda elegir a adultos como objeto sexual, por no hablar de la invitación, no interpretable esta aseveración,  para que los niños-niñas-niñes (obliga la corrección política) puedan tener relaciones sexuales entre sí, sin ningún límite. Me pregunto, por ejemplo ¿un niño-niña-niñe de 15 años, con un niño-niña-niñe de 8 años, si este-esta-este último-última-últime muestra su acuerdo?. Hay que recordar que en nuestros códigos, el consentimiento para las relaciones sexuales está limitado para los mayores de 16 años, aunque todos sabemos que una parte significativa de menores de esa edad ya han mantenido relaciones sexuales, como demuestran de forma machacona las estadísticas, bajando cada año la edad media de mantenimiento de la primera relación sexual. Y que la sexualidad infantil no es un descubrimiento de esta adánica postmodernidad, sino que ya le costaron un serio disgusto a Freud a principios del Siglo XX, cuando puso negro sobre blanco, lo obvio, que existe sexualidad antes de la adolescencia.

La ministra pudo salir a la palestra a la hora siguiente para hacer matizaciones a su ambiguo alegato. No lo hizo. Solo vi que en un pasillo de la Cortes, arremetía contra el machismo rampante de los ataques y personalizaba en uno de los periodistas presentes el haberse convertido en la víctima propiciatoria de la “ultraderecha”. Con lo cual, deja abiertas dos posibilidades: o estaba plenamente de acuerdo con la interpretación que deja abierta la posibilidad de una pederastia admitida por el menor y de una defensa de las relaciones sexuales sin límite entre menores, o bien su orgullo, no muy lejana a la clásica hybris, no le ha permitido una rectificación. Leo a alguno de sus exégetas (pongamos Risto Meijide) que se refería a niños-niñas-niñes de más de 16 años. Pero no lo dijo, no rectificó aunque pudo hacerlo.  ¡Ay, el orgullo!. En los políticos no es infrecuente encontrar que la arrogancia albarda la ignorancia y el resultado es un pésimo guiso para el ciudadano.

El otro momento de la  no rectificación o aclaración de la ministra, viene cuando culpa a la ultraderecha, por no asumir sus postulados como derechos inalienables (el adjetivo lo pongo yo en función de su entonación). No recuerdo quién ha dicho qué, al contrario de lo que creemos, el mejor amigo del hombre no es el perro, sino el chivo expiatorio. Tener a alguien a quien culpar de nuestras (i)responsabilidades se ha convertido en un mantra universal. No hay “dije lo que pienso y lo asumo”, “siento que mis palabras no fueran las adecuadas y dieran lugar a confusión”, no, solo queda el rastro de que “la ultraderecha..y tú que me preguntas (personalizando, veánlo)…me persigue”. Nixon y el Watergate, Clinton y Mónica Lewinsky, Boris Johnson y sus juergas, ya puestos Trump. Tantos ejemplos de carreras políticas condicionadas porque una prensa malintencionada, tergiversadora se ha empeñado en arruinar al político de turno. El chivo expiatorio como señuelo de sinceridad para iniciados, sectarios e ignorantes, que son la parte fundamental del discurso victimario. En este caso la palabra mágica, “ultraderecha” sirve para tapar oídos, para no reflexionar sobre la entidad de las palabras, para desviar nuestra mirada a otros que nos resultan antipáticos o directamente odiosos cuando no extremadamente peligrosos.

Este es un país curioso, para mal en mi criterio, tal vez desmemoriado, posiblemente necesitado de engaños. Recuerden a alguien que nos dijo que “el Covid provocará dos o tres casos como mucho”. Al cabo de pocos meses, con cientos de miles de afectados, docenas de miles de muertos, hospitales colapsados, semanas de encierro ilegal, crisis social y económica imparable… el 2 de Julio de 2020, el mismo sujeto, subido a una moto de gran cilindrada,  chupa de cuero rockera  y encantado de haberse conocido, protagonizaba la portada de El País Semanal, convertido ya en el hombre del año, empeñados algunos tertulianos-tertulianas,-tertulianes, en hacerle objeto multifunción de sueños húmedos  de una parte de la ciudadanía, estrella rutilante en medio del dolor y la conmiseración de tantos. Pasaron meses para que la voz de Fernando Simón dejara de ser rentable y se condenara al silencio más absoluto, meteoro de la voluntad del poder para desviar la mirada sobre él en aquellos momentos de tribulación.

Por la boca muere el pez, aunque en la política española, hay que decir que no siempre, y me temo que en el caso que nos ocupa hay pez para rato. Con semejantes sirenas  no nos extrañará que Jimmie Akkesson en Suecia, Orban en Hungría, Le Pen o “la Meloni” (lo leo en un periódico dizque izquierdista, como se decía la Loren o la Lollo), nos obliguen a marcar el paso.

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