Rito versus liturgia

31 de Enero de 2024
Antonio Naval Mas.

Con el Concilio Vaticano I, el primer documento que se publicó, por su novedad y ruptura con el pasado,  de inmediato suscitó esperanza por lo que implicaba de reforma y la introducción de aires nuevos que iban a mover en la Iglesia. Fue la Instrucción sobre Liturgia. Desde ese momento quedó claro que una cosa eran ritos y otra liturgia. Hubo abusos, ciertamente, pero la Instrucción suscitó una corriente de renovación por la apertura a algo más vivo que hacía que las ceremonias de culto se trasformaran en liturgia.

Hace menos de dos meses que asistí en la descomunalmente grande catedral de Milán a una ceremonia ritual en rito ambrosiano vinculada a una festividad. Una treintena de actuantes varones de todas las edades (ningún niño ni mujeres), más otra treintena de cantores, también varones, vestidos como canónigos, que no lo eran, más una veintena de músicos, todos de viento, con solo una mujer, ofrecieron una actuación indudablemente vistosa. Aquellos con movimientos ordenados y sincronizados controlaron el desarrollo de toda la ceremonia.  El imponente ámbito sagrado fue invadido con una densa, muy densa, bruma de humo, conseguida con mucho incienso, diseminado con molinetes hechos con el incensario, sí, molinetes con el incensario. Los músicos llegaron a amenizar el ofertorio actuando simultáneamente desde los dos púlpitos, también descomunales, elevados no menos de cinco metros sobre el presbiterio. Desde uno de ellos, en la altura y lejanía, el arzobispo quedó minimizado durante su sermón. La misa fue en latín a excepción el sermón y las lecturas.

Cuatrocientos, quizá quinientos creyentes y turistas, entre estos, sin duda creyentes y, no pocos, curiosos, todos relajados, aguantamos una misa de setenta y cinco minutos. Uno no podía menos que pensar qué sería en el siglo XVIII  con aquellas misas de Beethoven, Haydn, Mozart…. aquellos ropajes tejidos primorosamente con kilos de buen oro, abundante iluminación de cera, etcétera. Entonces la gente iba a las ceremonias de iglesia con la idea de experimentar algo peculiar, y entretenerse.

A continuación en la cercana iglesia de San Esteban, parroquia de todos los inmigrantes en Milán, otra  misa celebrada por el colectivo filipino  me ofreció distinta oportunidad. La atmósfera  era festiva  generada por una celebración que rezumaba espontaneidad, sincronía vital, no de mecanización ritual. Nada se entendía porque era en tagalo pero se percibía vida. El coro, de varias voces, polifónico, delicioso, recordaba y en nada envidiaba a los guaraníes (etnia sudamericana de excelentes cantores).

La actuación de la catedral fue una puesta en escena que motivaba atención permanente, incluso llegaba embelesar. Eran ochenta actuantes mecánicamente sincronizados. La experiencia era similar a la atención, embeleso y admiración que suscitan  un cambio de guardia en un palacio europeo o  la admirable  sincronización del equipo femenino  de natación artística… Unos y otros, en la catedral, llevaron a cabo una puesta en escena, una perfomance. Estas dos misas son la diferencia radical, la antítesis entre rito y liturgia.

El desencanto que a los nostálgicos trajo el Vaticano II fue contrarrestado por contraindicaciones emitidas desde el Vaticano, que llegaron a reinstaurar las misas en latín, a llamar la atención sobre perdidos gestos y fórmulas no ajenas a la inducción a percepciones mágicas en los momentos culminantes de la misa, que habían sido superadas por la Instrucción conciliar. El engañoso objetivo  de estos iluminadores ha sido mantener una uniformidad en las formas frente a la  sintonía de algo más vivo, no ajeno a la inclusión de la espontaneidad. La ritualización del culto fue una manera de mantener una unidad en el cristianismo desde la Alta Edad Media, cuando una buena parte del clero rural, no el de los monasterios, era analfabeto, es decir, no sabía leer. Decían la misa de memoria. Por entonces los historiadores hablan de estar en vigor decenas y decenas de sacramentos, en buena parte cargados de gestos mágicos. El concilio de Trento los redujo al simbólico número de siete. La unificación de gestos cultuales fue necesaria y un recurso como lo es, por ejemplo, imponer una lengua, pongamos por caso la catalana para unificar y, a su vez, obtener  distancias. En ello estaba  el papel de Sancho Ramírez y el monasterio de San Juan de la Peña.

Llamar liturgia a aquella sincronización ritual es no haber entendido la diferencia entre rito y liturgia, llegar a hablar de belleza en esta ritualización es no tener idea de lo que son la belleza y su percepción. No ofrecen belleza  un desfile de majorettes o la precisa sintonía del cuerpo de baile de un cantante. Belleza es la difícilmente explicable sincronización, cierta pero  no ritualizada, del baile que ofrecen, por ejemplo, los estorninos a la caída de la tarde. Mientras tanto pretender emular el asombroso esplendor ritual de la catedral ambrosiana, cuando se quiere pero no se puede, yendo con las manos juntitas evocando angelicales poses, y además recuperando  el superado y anacrónico traje talar negro con roquetes de trasparencias y talla de salto de cama (al caso: en la ambrosiana no apareció ninguno de estos maniquíes) lo que preferentemente evidencia es el declive del sistema, la pérdida de relato, por mucho que quieran justificarlo graduados en la San Dámaso o en el Anselmiano de Roma. El protocolo y rito son convenientes, por lo menos para evitar el caos, pero hoy son necesarias otras formas vitales de vivir la fe que se ha vuelto a petrificar con el equívoco de  que así hay permanencia de sistemas cuando se está diluyendo la creencia.

Son  recomendables, incluso necesarios, cualquier ciclo que ayude a entender nuestro pasado y, por lo tanto, a explicarnos por qué somos así, pero, por ahora, poco se ha añadido, siendo generosos en la apreciación,  ni se explica mejor el supuesto cambio de rito en la iglesia de San Pedro, el Viejo.

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