Fernando Alvira Banzo

Sanidad despoblada

Profesor y pintor
13 de Diciembre de 2022
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A la hora de llenar esas tertulias, tan de moda en todos los medios de comunicación, uno de los temas más socorridos de la realidad actual de este país de nuestros dolores y nuestras dichas –que unos prefieren llamar España y otros Estado español– es la despoblación de algunos de sus territorios. El asunto llena emisiones de radio y televisión, artículos de todo tipo en papel o en la nube y hasta publicaciones monográficas (como esa interesantísima La España despoblada. Crónicas de emigración, abandono y esperanza del admirado maestro de periodistas Campo Vidal)

Parece ser que algunas grandes ciudades también sufren ese fenómeno de la disminución de población, con la gente joven yendo a posar en los pueblos de la redolada, pero por supuesto no es comparable. La ciudad y sus satélites siguen contando con la totalidad de servicios al alcance de los ciudadanos con mayor o menor proximidad. Siguen ahí los súper de barrio y las grandes superficies, las panaderías progresivamente exquisitas, los bares de variado pelaje y los restaurantes con estrellas o estrellados, los hospitales con sus urgencias y sus especialidades, los consultorios con su atención primaria, y las farmacias con sus ofertas de productos variados y sus medicamentos.

Cuando un pueblo sufre el abandono progresivo de sus habitantes, dejan de existir con igual progreso las panaderías, las tiendas, los bares, el centro de salud si alguna vez lo tuvo, la farmacia… y quien se queda pierde los servicios; solo  mantiene a la misma distancia los hospitales con sus urgencias y sus especialidades y, con suerte, un pequeño consultorio atendido a días alternos por un médico que recorre una porción considerable de territorio entre pueblo y pueblo; y un botiquín que le permiten adquirir los medicamentos sin grandes desplazamientos.

En las ciudades resulta bastante sencillo organizar una movida del siete para hacer notar a las autoridades competentes la escasa atención que prestan a la sanidad, por ejemplo. Manifestaciones en la calle tanto de los usuarios como de los encargados de impartir sus conocimientos médicos entre la ciudadanía. Protestar por el escaso tiempo que los facultativos dedican a los maltrechos habitantes los unos o por las cantidades descomunales de enfermos que cada uno de ellos debe atender los otros; o todos ellos por la escasez de medios máxime en momentos de pandemias universales o en periodos de gripes anuales. Los medios de comunicación se enterarán de inmediato y lo vocearán; las autoridades  tomarán o no medidas pero se enterarán igualmente.

En los pueblos que sufren de despoblación también se puede protestar, por supuesto; individualmente o en pequeño grupo… pero esas protestas nunca alcanzarán la sonoridad suficiente para que los responsables y los comunicadores se sientan molestos. No interesan demasiado habida cuenta que no suelen tener muchos nichos ni en el camposanto, como para hablar de votos…

Por fortuna, en algunos casos, como el que yo conozco en la franja oriental de mi provincia, la sanidad despoblada cuenta con un elemento que tal vez escasee en las grandes ciudades: unos vocacionales descarados de la medicina, dispuestos a practicarla sin mirar demasiado los horarios ni las distancias y dedicados en cuerpo y alma a sus pacientes. No encontrarán espacio en las tertulias variopintas que emiten las radios y las televisiones ni saldrán sus nombres en artículos o publicaciones monográficas que hablen de la creciente despoblación de nuestras tierras o de los grandes y eternos problemas de la sanidad nacional y sus actores, aunque seguramente les importará una higa mientras se les permita seguir ejerciendo de médicos de pueblo para atender a una población progresivamente envejecida en la mayoría de los casos; a la que le han llegado las buenas comunicaciones por carretera y los cuatrogés cuando ya no había remedio. Es lo que tiene la vida: envejecer no espera.

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