Antonio Naval

Singular Semana ésta que acaba de pasar

11 de Abril de 2023
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La gente, el pueblo, en realidad los españoles, masivamente, muy masivamente, han vivido y convivido, y se han expresado con un respeto curioso o una curiosidad respetuosa. Ha acompañado un tiempo primaveral y, lo que es no menos relevante, las ranas y “ranos” los sapos y “sapas” no han salido de sus ciénagas y han estado calladitos. Que felicidad!. Una semana de atmósfera paradisiaca, casi arcádica.

Para quien  quisiera dejarse  interpelar, las procesiones, fenómeno español definitorio de una identidad y generalizado en este país, han ofrecido  un entretenimiento sano, para no pocos incluso reconfortante, un paréntesis en este ritmo alocado que estamos sufriendo. Y lo que es más desconcertante, con una misteriosa sinergia no pocos han experimentado y expresado unos sentimientos más allá de la mera curiosidad personal. Además de los sentimientos está la reflexión. Esto es otra cosa.

Las procesiones tienen su pasado y su historia, nuestro pasado y nuestra historia, y su efecto momentáneamente catárquico. Nuestras procesiones, al margen de pronósticos y contra algunas expectativas  han llegado a  sobreabundar en cofradías y a estrenar nuevos pasos, numerosos pasos. Constatación  que en buena parte se remonta a los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado a pesar de las dificultades que entonces había  para sobrevivir. Y, atención a este dato, una década antes, sólo una década antes, la chusma republicana había destruido visceralmente todas las muestras de religiosidad que encontró en su razia, y asesinó a creyentes por hecho de serlo. A estas alturas de nuestra peculiar época, después de censuras  para ocultar lo que no conviene recordar y amenazas para no mentar lo que hiere, porque en el fondo culpabiliza, edulcorado con la pérfida memoria democrática, numerosas gentes sintonizan con sus cofrades, y pugnan por defender que su paso  es el mejor. Hasta desean  que su procesión suba de rango y categoría como si fuera un equipo de futbol. Es una realidad constatable que también conlleva indicios de desconcierto.

La realidad total es que las procesiones de Semana Santa que hoy forman parte inescindible del colectivo ciudadano no son más que dioramas en movimiento, que todo el mundo conoce, donde los participantes no son más que figurantes. La puesta en escena implica una mecánica semejante a la contemplación de belenes: se observa y constata si los figurantes están o han dejado de  estar, y cómo están. En este sentido la presencia de la Policía y de la Guardia Civil y  los militares, en Jaca, con sus fusiles de asalto y su autonomía siguiendo las órdenes del cabo, se ven como normalmente integrados en el despliegue, como también están integrados el himno nacional y el real. Esta compleja, o simple, religiosidad  es una realidad consustancial al hombre que  necesita, cada vez que  se le ofrece una oportunidad,  salir de su realidad e ir a otra realidad imaginada o imaginable más que razonada. Esto es palpable e incuestionable.

Dentro de las constataciones desconcertantes que esta realidad también conlleva, una de ellas fue ver a los cofrades, entre ellos muchos jóvenes, llevar puestos los hábitos que fueron diseñados para la penitencia y, en la espalda, los capirotes que se concibieron para mostrar arrepentimiento, espontáneo o impuesto, estar bulliciosamente de cañas, como si nada pasara. Desconcertante es también que un increíble número de niños y adolescentes que no aguantan las catequesis de Primera Comunión se someten a largas sesiones de entrenamiento para tocar el tambor y soportan  puestas en escena mucho más largas que las celebraciones litúrgicas. El tambor como fenómeno socio-religioso está pendiente de escudriñamiento. La contradicción también está presente.

Esta es una España real frente a esa otra España profunda, la de los fondos cenagosos, necesitados de ser removidos  para salir a croar. Esta realidad que es la que es, y de la que si no se sigue diciendo que es opio del pueblo, es porque decirlo queda un poco retro  o políticamente incorrecto. Esta es la realidad que, por una parte, se ha escapado de las manos a los custodios de la ortodoxia y, por otra, que no es asimilada por los de la tortilla mental  que  invocan separaciones [Dios nos libre de otros contubernios Iglesia-estado]. Se pretende ignorar que de este país forman parte hábitos y costumbres, que aunque de forma muchas veces discutible, lo han modelado como es y le han dado un puesto relevante en la cultura occidental.

Y dentro de la discutibilidad de este fenómeno colectivo, me han hecho reflexionar otra constatación, no fácil de encajar. Ciertamente, impacta y contagia ver al Nazareno caminar con lentitud, todavía vivo pero exhausto, con una respiración dificultosa que agobia a los que lo contemplan, pero palpable por el ritmo realmente sentido que le imprimen  los costaleros. Este Nazareno, muy acertada obra de arte, está exento de mancha de sangre y sudor, y sus vestiduras se presentan impolutas. Algo semejante se puede decir del Cristo Yacente. Me acordé del Cristo de Cellini, el del Escorial. Este está tan integralmente desnudo que no lleva ni corona de espinas. La cruz es un mero aditamento como podía ser un almohadón. Es obra cumbre del Renacimeinto, cuando el hedonismo evitaba toda sensación de dolor en la imaginería. Con el barroco, sería otra época, se buscarían otros lenguajes. Aquella experiencia, la del Nazareno, también forma parte de las procesiones y de la Semana Santa. Quizá no buscado por el escultor, también es patentización de nuestra filosofía de la vida, esperanzada pero contradictoria, con ganas de vivir, pero con el deseo de hacerlo a nuestro aire, sin renuncias  a lo que creemos que  nos pertenece y resistiendo  a las imposiciones empeñadas en hacer ver que nos liberan.

Nos falta pararnos a pensar, quizá por ello hay dificultad para encontrar literatura que analice con sensatez este complejo o, quizá, meramente  simplista, fenómeno de nuestra manera de ser y vivir, expresado en las puestas en escena de la Semana Santa.

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