Akaniny Marary,  Madagascar

La amistad imperecedera con el ayerbense Antonio Romero, cuya benéfica labor se extendió a su Centro de Enfermos y a las prisiones

29 de Enero de 2023
Guardar
Mercado de Ambositra, en Madagascar
Mercado de Ambositra, en Madagascar

Ambositra se encuentra en el centro de Madagascar, rodeado de verdes valles y colinas.  Aunque parezca un pueblo, la ciudad tiene un tamaño aproximado a Huesca, famosa por ser el centro donde se producen las principales artesanías en madera del país, maderas preciosas como el palo rosa o el palisandro.  Ese precisamente era mi objetivo en Ambositra, comprar artesanías en madera.

Me alojé en el Grand Hotel, un hotel colonial situado en el centro de la parte alta de la ciudad, viejo y acogedor.  Allí el recepcionista me dijo que en Ambositra había un misionero español.  Antes de nada salí a recorrer la ciudad para observar las tiendas y lugares donde se vendían las artesanías, concentradas en las dos calles principales. Me sorprendió que, para no ser un lugar turístico, pues pese a que se encontraba en la ruta de Antsirabe a Fianarantsoa los pocos turistas que llegaban a principios de los noventa pasaban de largo, había unas cuantas tiendas con la artesanía tradicional.

Estuve hasta el mediodía investigando todas las cosas que podía comprar allí, serían un buen complemento a lo que más tarde compraría en el mercado del Zoma, uno de los mercados más grandes de África que se hacía cada viernes en Antananarivo, la capital, donde iban artesanos de todo el país a vender sus productos. También estuve mirando cómo llevaría después mis compras hasta la capital, pues necesitaría un transporte.

Vista desde el Gran Hotel
Vista desde la ventana del Gran Hotel

Entre las cosas que llamaron mi atención caminando en la ciudad, fueron algunos puestos de comida en la calle, en concreto algunos que tenían lo que parecía unas aves peladas expuestas sobre mesas a la venta, algo similar a lo que podían ser codornices. Cuando pregunté qué eran, la respuesta me sorprendió: se trataba de murciélagos

Al mediodía fui a comer a un restaurante donde probé un pescado típico de la zona: anguila.  Creo que era la primera vez que lo comía y me pareció algo delicioso.  En ese mismo restaurante también probé angulas, ambas cosas consideradas en nuestro mundo occidental como exquisiteces, y que sin embargo allí no gozaban del mismo reconocimiento, de hecho, a los malgaches no les gustaban, les parecían culebras o culebritas y esa circunstancia les causaba repulsión, razón por la que quizá su valor era el mismo que cualquier otro plato corriente.

Ese primer día fue para observar y hacerme una idea de lo que podía comprar y dónde, las compras las empezaría al día siguiente.  Antes de finalizar la tarde decidí ir al encuentro del misionero español, se encontraba en un lugar en las afueras de la ciudad, lo mejor era tomar un taxi que me llevara hasta allí.  Pensaba que sería una misión, pero no.  Era un edificio grande y solitario rodeado de vegetación, al que se llegaba por un camino después de dejar la carretera.  En la entrada tenía un letrero con letras de hierro forjado en forma de arco entre dos pilares de ladrillo a ambos lados del camino, donde podía leerse Akaniny Marary, cuyo significado venía a ser Centro de Enfermos.

Al llegar pregunté por el misionero español a una monja malgache que salió a mi encuentro. Al verme con él nos saludamos y nos presentamos, se llamaba Antonio Romero, la grata sorpresa fue saber que era de Ayerbe. El hecho de ser de tan cerca y habernos encontrado en un lugar tan lejano, hizo que de inmediato sintiéramos una mutua afinidad.

Una de las calles principales de Ambositra
Una de las calles principales de Ambositra

Me enseñó el Centro para Enfermos y me explicó qué dedicación tenía. Antonio  era una persona religiosa, pero era laico, no era sacerdote ni pertenía al clero o una orden religiosa, el Centro para Enfermos había sido fundado por una diócesis italiana y él había llegado allí para trabajar como voluntario, sustituyendo después al antiguo director italiano cuando éste regresó a su país.  Él era, pues, quien dirigía el centro y a su cargo se encontraban varias monjas malgaches, quienes se encargaban de los diferentes trabajos dentro del aquella institución.

El centro estaba dedicado al desarrollo de distintas labores y un mismo objetivo: la ayuda en el tratamiento a los enfermos.  Disponían de unas cuantas habitaciones de acogida. Después de llegar allí y tener un diagnóstico, debían ocuparse del tratamiento, que a veces podía durar semanas o meses.  Los niños eran los pacientes  más comunes en el centro, y una mayoría con la discapacidad causada por la polio. En Antsirabé se encontraba el único médico del país que operaba la atrofia y malformaciones que ocasionaba la poliomelitis, y allí mismo había otro centro, dirigido en este caso por Ana, una monja navarra, donde se hospitalizaba a los niños antes y después de las operaciones.  Antonio trabajaba en cooperación con el centro de Antsirabe, donde llevaba a los niños poliomielíticos de su comarca, y después los recogía de nuevo para la rehabilitación en su centro, donde también contaban con un taller para fabricar las prótesis de sus extremidades que algunos niños necesitarían para su vida.

Empezó a oscurecer y tenía que regresar a la ciudad. Antes de marcharme Antonio me invitó a comer con él allí al día siguiente.

Pasé la mañana mirando en las tiendas hasta que por fín me decidí a comprar. Había quedado con Antonio a la una del mediodía, de modo que después de las primeras compras me dirigí allí para llegar a la hora convenida. Esta vez ya me sabía el camino, así que fui a pie.  Después de haber dado la comida a los enfermos, las monjas se reunieron con nosotros en el comedor y comimos allí todos juntos.  Al surgir el tema de las compras durante la comida, Antonio me dijo que, para ayudar a la gente con un trabajo, habían formado como artesanos a personas que vivían aislados en el campo y después constituyeron una cooperativa para vender los productos artesanos de madera que creaban, sugiriéndome que si quería podía verlos y, si me interesaba, podía comprarlos.  Acepté la propuesta y quedamos en ir a verlos al día siguiente.

El almacén donde se encontraban las artesanías estaba en una sala dentro de la iglesia principal de Ambositra. Como Antonio estaba ocupado y no podía ir, me dijo que le encargaría a una persona que estuviera en la iglesia a la hora convenida para abrir la puerta de la sala y mostrarme lo que tenían.  Allí vi una interesante selección  de artesanías, cosas originales, atractivas, bien hechas y en madera de palisandro en su mayoría.  Buena madera.  En ese mismo momento, después de ver que los precios eran razonables y, puesto que el dinero iba destinado para una buena causa, compré bastantes cosas.  Entre ellas recuerdo que había cuencos y ollas con tapa redondas y ovaladas talladas con escenas campestres, realmente bonitas y completamente distintas de todo lo visto anteriormente en otros países, además de doce sillas típicas malgaches que se formaban encajando en equis el asiento con la parte inferior del respaldo, el cual también estaba tallado con motivos típicos de la zona. Hoy día, esos cuencos, ollas de madera, sillas y otras cosas, estarán decorando algunos hogares oscenses.

En la cooperativa también había una parte destinada a dar trabajo a las mujeres con la producción de bonitas mantelerías bordadas, pero esas no las vi, ya que hacía poco Antonio había enviado una remesa a la diócesis de Italia para su venta allí.

Centro de Ambositra
Centro de Ambositra

Durante la semana que estuve en Ambositra creo que fui a comer casi todos los días con Antonio. De paso hablábamos de su trabajo, de la labor que hacían en el centro ayudando con la salud a la gente sin recursos, que era la mayoría.  La tarea no era  fácil, se requería dinero, esfuerzo, entusiasmo, dedicación y amor por el prójimo.  Como director del centro, Antonio tenía que organizarlo todo, ejercer la diplomacia para conseguir cosas del gobierno como la atención médica o negociar con las autoridades locales los permisos para las ayudas, incluso pelearse con los policías corruptos en la carretera cuando al verlo en su vieja furgoneta dos caballos lo paraban y con cualquier excusa le pedían dinero.  Su estrategia para evitarlo era exigirles un recibo, pues si les daba dinero tendría que justificarlo con sus superiores, les decía, respuesta que ellos no esperaban dejándolos sin saber qué hacer. A veces, para rematar, les decía que los curas no daban dinero, de forma que con las palabras mágicas "recibo" y "cura", conseguía seguir sin problemas.  Otras veces tenía que escapar de los bandidos, no hacía mucho que unos kilómetros antes de llegar a Ambositra se encontró un tronco cruzado en la carretera. Como se imaginó la causa, lo rodeó saliéndose fuera de la carretera sin parar el dos caballos, acelerando después cuando salieron los asaltantes que habían colocado el tronco para hacer parar los vehículos que pasaran para robarles.  Esa vez incluso lo habían perseguido en el coche que tenían ellos, pero consiguió llegar a Ambositra antes de que lo atraparan.

Algunas de las ayudas iban más allá de socorrer a los enfermos. También estaban asistiendo a los presos de la cárcel de Ambositra, unos trescientos.  Por un lado no tenían baños dentro de  la cárcel, los presos solían hacer sus necesidades allí donde convivían, y por otro existía un solo grifo para asearse todos los internos.  Antonio se fue a la capital, Antananarivo, para hablar con el responsable de las prisiones del país, solicitándole los permisos para construir baños y letrinas, con más grifos de agua para los presos.  Obtenido el permiso, él mismo se encargó de comprar los materiales y dirigir la obra.  Pero esta no era la única carencia de la cárcel.  Una de las reglas era que la institución penitenciaria no daba comida a los presos, debían ser sus familiares quienes debían procurársela, de lo contrario la prisión sólo les suministraba pan.  Como la mayoría no tenía quien les llevara comida, esta vez habló directamente con el director de la cárcel, solicitándole el permiso para encargarse él de llevarle una comida diaria a los presos. El director accedió. En el Centro de Enfermos se encargaban de cocinar para todos los presos de la cárcel cada día, una comida sencilla a base de arroz y verduras, y a veces con un poco de carne, y las monjas se ocupaban de llevarla a la cárcel.  Pasado algún tiempo se enteraron de que la comida no  llegaba a los presos, acaso solamente un poco de arroz sin más.  La razón de esto era simple: los funcionarios de la cárcel se comían la comida de los presos.  De nuevo Antonio tuvo que volver a negociar esto con el director. Esta vez su petición fue que las monjas cocinaran dentro de la cárcel y ellas mismas se encargaran de distribuir la comida.  Sólo de esta forma consiguieron que los presos pudieran comer su comida.

A los largo de los 32 años que Antonio estuvo trabajando en Madagascar, fueron cientos las personas que rescató del olvido para proporcionarles un tratamiento médico y psiquiátrico

Una de las cosas extraordinarias que pude constatar, en ese y en los años posteriores que volví a visitar a Antonio, fue que los enfermos no acudían a su centro para curarse. Era el centro el que iba a buscarlos a ellos.  Antonio en persona se encargaba cada cierto tiempo de la captación de enfermos. Su modus operandi era coger su furgoneta dos caballos, un morral con comida y medicinas, para lanzarse a recorrer el territorio en busca de personas enfermas. Donde no llegaba su dos caballos, que era en la mayoría de los lugares, pues su búsqueda se centraba principalmente en aldeas sólo accesibles a traves de sendas o caminos, lo hacía a pie. 

Antonio solía encontrarse dos tipos de enfermos, que, además de la enfermedad, sufrían la estigmatización de sus vecinos y hasta de su propia familia. Eran los niños poliomelíticos y los enfermos mentales.  Me contaba que a los niños que habían sufrido la polio los tenían en casa ocultos de la gente. Las secuelas que les había dejado la enfermedad eran brazos y piernas atrofiados y retorcidos. En su ignorancia, creían que eso se debía a una maldición y no deseaban mostrarlo a nadie.  Por otra parte, con los enfermos mentales sucedía algo parecido, llegaban a pensar de que estaban malditos y eso les hacía padecer la marginación del resto de la aldea. Unos y otros eran considerados como monstruos muchas veces.

No era tarea fácil convencer a las familias para dejar que Antonio los llevara a su Centro de Enfermos y procurarles un tratamiento. Los propios familiares se negaban a dejarlos salir de sus casas, en muchos casos ante la creencia de que lo que les pasaba a sus hijos se debía a un castigo de los espíritus, y debían aceptarlo en silencio.

A los largo de los 32 años que Antonio estuvo trabajando en Madagascar, fueron cientos las personas que rescató del olvido para proporcionarles un tratamiento médico y psiquiátrico. Una de las cosas de las que estaba más orgulloso es de haber conseguido un acuerdo con el gobierno malgache para que profesionales de la medicina se encargaran de tratar a los enfermos mentales y haber conseguido que con la recuperación de su salud mental consiguieran también recuperar su dignidad como personas.  Él mismo los llevaba a la capital en su furgoneta dos caballos y los volvía a recoger cuando el tratamiento daba su resultado positivo, para devolverlos a sus familias y a la sociedad.

Antonio Romero y Marco Pascual en Madagascar
Antonio Romero y Marco Pascual.

El pasado 26 de enero fue el 79 cumpleaños de Antonio, ahora jubilado y residente en Huesca, aunque lo de jubilado es un decir. Después de Madagascar, a su pesar la diócesis italiana lo envió a Tocopilla, un pueblo clileno junto a la frontera peruana, y allí lo obligaron a ordenarse sacerdote.  Ahora, cuando llegó a Huesca hace escasos años, se puso al servicio del obispo para lo que pudieran necesitarle, y hoy día, además de hacer misa para las monjas de Las Miguelas cada mañana, es el vicario de la iglesia de San Lorenzo, donde también hace misa a diario. El Año Nuevo, con la escasez de sacerdotes, le ha traído más trabajo, el pasado domingo me comentaba que después de celebrar misa a las diez en San Lorenzo, luego fue a celebrar a las doce en Bolea y a la una en Aniés.  Estoy muy ocupado, me dijo, pero contento y feliz. 

Hay personas que nunca dejan de hacer el bien para los demás, y Antonio es una de ellas.

Madagascar, febrero de 1993

Archivado en

Suscríbete a Diario de Huesca
Suscríbete a Diario de Huesca
Apoya el periodismo independiente de tu provincia, suscríbete al Club del amigo militante